Después de usar parte del
dinero en un corte de pelo —lo suficientemente largo para que ella pudiera
pasar los dedos por su cabeza como a él tanto le gustaba— manteniendo el brillo
dorado que se empeñaba en ocultar bajo una gorra, el muchacho, como cada noche
después de irse, escaló cuidadosamente uno de los pilares del puente de
Brooklyn hasta su barrote preferido para ver el ascenso de la luna. Se sentó
con cuidado y respiró profundamente el aire sin contaminar por el humo de los
coches debido a la altitud. Poco a poco sus músculos se relajaban y sentía como
su mente se despejaba tras un tiempo de actividad frenética. La quería, pero no
sabía cómo reaccionar a sus últimos momentos con ella. Cuando se sentía más
relajado, su teléfono comenzó a vibrar —se le había olvidado apagarlo, como
acostumbraba— y, después de unos malabarismos para no caerse ninguno de los
dos, lo cogió, cansado de tanta inútil insistencia; dispuesto a zanjarla.
—
No voy a volver, así que…
—
Cállate, idiota —su interlocutor estaba nervioso—. Te
necesitamos aquí.
—
Pues arreglaos vosotros. Ya lo habéis…
—
Es Baby —no le dejó continuar—. Ha vuelto.
—
¿Y?
—
Todos sabemos que serías capaz de cualquier cosa por
ella.
—
Eso era antes .
—
Deja de comportarte como un capullo y ven aquí volando.
¿Crees que te llamo por gusto?
—
Déjame en paz, Bells. Estoy harto de ti y de tus…
—
Se la han llevado en ambulancia —él también estaba
empezando a hartarse de su compañero. Adivinando su expresión de confusión,
continuó—. Vimos cómo la metían y salía a toda velocidad.
—
¿Qué…qué ha pasado? —consiguió balbucear.
—
Preferimos decírtelo en persona. No es agradable, PJ.
Ni un simple desmayo.
—
Cuéntamelo —le obligó el que fue su superior en la
banda que integran.
—
Cuando llegues .
—
¡He dicho que me lo cuentes! —gritó el muchacho
agarrándose a la estructura para frenar su carácter impulsivo e impedir la
caída.
—
Pásamelo. Si lo sabe seguro que viene —oyó a través del
teléfono otra voz—. ¿PJ? ¿Sigues ahí?
—
Jess, tú eres su amiga; dime qué ha pasado, por favor.
El grafitero y ex ladrón de
coches se rindió ante la voz de la que había sido la mejor amiga de la chica a
la que amaba; por la que había cruzado el país; por la que había sido
secuestrado; por la que se había tatuado su nombre real —justo encima del
corazón, recordando lo presente que había estado y estaría— con la firma sacada
de una dolorosa carta enviada tiempo atrás.
Prácticamente suplicaba por una
respuesta al dolor y a la preocupación que crecía en su pecho.
—
Primero tienes que calmarte .
—
Estoy calmado —se esforzaba por respirar con
normalidad.
—
Sé que estás fingiendo, aunque de todas formas te lo
diré; por ella, no por ti —aclaró la chica con su característico acento
latino—. Cuando se fue la ambulancia, dejaron la puerta abierta, así que
entramos y al llegar a su habitación…
—
¿Qué? —ante su silencio el chaval rubio se temió lo
peor— ¿Pastillas? —dijo con un hilo de voz y tragó saliva.
—
Sangre —dijo con un suspiro y lágrimas invisibles en
los ojos—. Era un charco enorme, PJ —intentaba continuar a pesar de quebrársele
la voz—. Y estaba la navaja al lado.
—
No…no puede ser… ¿Cuánto tiempo ha pasado?
—
Desde que lo vimos, una media hora. Estamos en el
hospital, pero no quieren decirnos nada. Acaba de pasar su madre llorando y no
nos hablaba. Es mi culpa
culpa que se haya… —la chica tomó aire; aún le costaba aceptarlo
Él se sentía más culpable aún que
ella; él le había abandonado cuando más se necesitaban mutuamente, porque ¿por
qué negarlo? Quería estar a su lado el resto de su vida y ahora podría ser más
imposible que nunca.
—
¿Y… —no podía contener la angustia— está viva?
No quería mencionar la palabra
“muerte” ni nada relacionado con ella. Había visto cómo intentaba arrebatarle a
la persona que más quiere suficientes veces. Las anteriores tenía en quién
enfocar su rabia, sin embargo, en esta ocasión, la víctima era también el
verdugo.
—
Repito que no querían decirnos nada .
—
Voy para allá.
Colgó el teléfono con decisión;
dispuesto a dar su propia vida por la de ella a cualquier precio.
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