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miércoles, 7 de agosto de 2013

Cap. 4


Un par de días antes de comenzar el curso, Paolo me lleva a probarme el uniforme modificado por él mismo. Cree que mi personalidad también debe reflejarse en la ropa que lleve; teniendo en cuenta que cuando lo encargó apenas me había visto un par de horas, no me fío demasiado. Ha estado enseñándome protocolo semana tras semana y, poco a poco, ha comenzado a forjarse una pequeña amistad. Me gusta porque es franco y no teme decirme las cosas a la cara, aunque a veces no vendría mal que se las callara; y, lo más importante, ha sido capaz de controlar mis cambios de humor repentinos que me atacaban —un día estaba triste y al siguiente, enfadada con el mundo.

Es una tienda de moda exclusiva, con trajes colgados por las paredes cubiertas por tablones de madera. Todo muy elegante, sí; pero también frío. Hay un sastre que toma las medidas a un hombre con quien apenas intercambia algunas palabras sobre cómo querrá su diseño. De donde yo vengo las relaciones dependiente-cliente suelen ser, al menos, educadas: se intercambian saludos y preguntas sobre la familia aunque no te importe lo más mínimo.

No presto atención cuando Paolo me viste, sin embargo, cuando termina y me miro al espejo, no puedo creer lo que veo.

    Soy un genio —suspira—. ¿Verdad que sí?

    Siendo sincera, parezco alguien a quien se le pagan por ciertos servicios — mejor no decirlo abiertamente.

La camisa es bastante entallada; la falda me llega por algo más arriba de la rodilla; la cinta, que debería estar enlazada al cuello (de la misma tela que la falda: marrón claro con cuadros oscuros), la llevo a modo de pulsera, por lo tanto, el cuello de la camisa tiene bastante escote; en vez de calcetines oscuros por la rodilla llevo medias oscuras, que si no tengo cuidado, se vería el liguero. Y en vez de llevar zapatos normales, los míos son de tacón.

Llevar el pelo suelto me gusta, en un lugar remoto me siento yo de alguna manera.

    No digas tonterías, Alice —intenta acallarme.

    Me odiarán. Me llamarán de todo —insisto.

    Envidia —le resta importancia con un gesto de la mano y tono tranquilo.

    Intentarán sabotearme —le quito razón—. Esas consentidas son del peor tipo de gente que he conocido en mi vida. ¿No crees que sería mejor acercarme poco a poco? Nadie se daría cuenta y yo me sentiría más cómoda, la verdad —.

    No exageres. Recuerda que le tienes que gustar primero por tu aspecto para que luego quiera conocerte. Has estudiado su perfil cientos de veces, incluso te lo sabes de memoria. Le conoces demasiado bien como para

    Pero las otras chicas…

    Sabrás apañarte. Demuéstralas que eres superior. Ahora vístete, que tengo que devolverte a las… —se mira el reloj—Bueno, hace media hora. El caso es que nuestros ‘’amigos’’ de la puerta —se refiere a los agentes que nos han acompañado— no son muy pacientes —me sonríe con sinceridad y me meto en el  minúsculo cambiador y así buscarnos los menores problemas posibles.

Hemos llegado más tarde de lo que deberíamos porque Paolo quería enseñarme varias tiendas de ropa —y usar la tarjeta de crédito sin límites del FBI— antes de probarme el uniforme.

El probador tiene apenas unos metros cuadrados que se reducen a la mitad cuando se abre la puerta y el pequeño taburete. Tanto glamour para luego esto.

Tan sólo me queda ponerme la camiseta cuando la puerta se abre de golpe. Me tapo como puedo rápidamente y mando al intruso salir, pero se queda observándome con una sonrisa pícara. Al principio no le reconozco, pero antes de decirle de nuevo que se quite me doy cuenta de quién es: alto, moreno de piel y con el pelo negro. Ahora entiendo por qué es tan mujeriego. No tiene vergüenza y esos enormes ojos azules que le resaltan como faros, junto a la enorme sonrisa, le hacen de ensueño.

    Fuera de aquí —le digo con premura.

    Iba a decir que lo sentía, pero…—me mira de abajo a arriba— Yo no miento —susurra con una voz ridículamente sexy.

    He dicho que te vayas.

    Hola a ti también—se apoya en la puerta—. Encantado —me tiende la mano.

    Pues yo no. Cierra la puerta —mi tono es cortante.

    ¿Por qué?

    Porque sí. Porque lo digo yo.

    En ese caso…—entra pegándose a mí lo máximo que puede y cuelga la percha con su uniforme en el gancho que hay a mi lado.

    ¿Qué haces? —le rpegunto sin poder creérmelo. Sabía que era caradura, perno n o pensé que llegara a tanto.

    Cerrar la puerta. Como me has dicho —se junta más y retrocedo.

    Pero contigo fuera. Sal —me arrincona y me sujeta de la cintura antes de caer tras haberme tropezado con el taburete—. Quítate —le aparto.

    De nada —vuelve a poner esa sonrisa—. Verás, ¿salir fuera y estar solo? O ¿quedarme aquí, con una chica preciosa semi desnuda pegadita a mí? No es tan difícil la decisión, como entenderás.

    Sal o grito —amenazo.

    Grita. En cuanto abras la boca la tendrás ocupada besándome —pone ese tono arrogante que sería capaz de desquiciar a cualquiera; especialmente a mí.

    Más quisieras —intento relajarme y dejo aparte la camiseta, sin preocuparme por que me vea.

    Así me gustas más —pone los brazos a ambos lados y se acerca hasta unos milímetros de mi cara.

Extrañamente noto cómo se me escapa el aliento y no soy capaz de recuperarlo. Tampoco soy capaz de controlar el corazón, que late desbocado. Me pregunto cómo sería un beso, si el contacto piel con piel resulta incluso doloroso sin motivo alguno. No obstante, cuando estoy a punto de averiguarlo, se interrumpe de golpe y me sacan de mi ensoñación bruscamente.

    ¡Mamma Mia Alice! Haber avisado de que estabas ocupada —interviene Paolo con su marcado acento italiano.

No puedo evitar pensar: « Lo mato. Lo mato». Aunque esa expresión ahora no sería demasiado oportuna ni acertada.

    Quítate. Me has metido en un lío —le aparto.

    ¿Quién era? Por cierto, bonito nombre —de nuevo esa sonrisa… ¡Dios, cómo le odio!

Me pongo rápidamente la camiseta y salgo corriendo e ignorándole. Dejo el uniforme en el mostrador más rápido de lo que pensaba y subo al coche donde me esperan los escoltas. De inmediato, Paolo llega a mi lado y, al abrir la puerta, consigo oír a Moore llamándome.

    ¿Quién era ese? Te dejo un momento y me vienes con… —comienza a hablar mi estilista. Si no llega a ser por él, quién sabe lo que podría haber pasado.

    Yo no tengo la culpa. Él se metió en el probador —le interrumpo recriminando a Moore Jr.

    Podrías habértelo quitado de encima —alza una ceja.

    No sabes quién era —no me gusta que insinúen cosas de ese estilo, así que respondo de malos modos.

    Por supuesto que no; por eso te lo he preguntado.

    Era Moore —aparto la mirada y le veo por la ventanilla, aún pendiente del coche en el que estoy montada.

    Debería habérmelo imaginado. Suele frecuentar esto… —comenta frotándose la barbilla, pensativo— ¿Qué te ha parecido? —dice ilusionado y clavando su mirada en mí.

    Un niñato arrogante con un ego el doble de grande que él y la autoestima por las nubes, y con eso me quedo corta —se ríe después de que despotrique, enfadada.

    Parece que te ha caído bien —se ríe.

    Genial, no puedo esperar a verle de nuevo y tener que soportar sus intentos patéticos de ligar conmigo para, como truco final, llevarme a la cama —respondo con la mejor de mis ironías.

    Ya lo ha conseguido, principessa.

    Más quisiera ese estúpido…—vuelve a reírse ante mi enfado— ¿De qué te ríes?

    De nada, de nada —se calma, pero conserva la sonrisa—. Recuerda que tienes que ganártelo. De momento has empezado bien; le gustas.

    Como diversión para una noche. Cuando lo consiga se irá —mascullo entre dientes.

    Pues procura que eso no ocurra. O, por lo menos, que se retrase lo más posible.

    Eso es fácil decirlo —murmuro para mí.

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