Un
par de días antes de comenzar el curso, Paolo me lleva a probarme el uniforme
modificado por él mismo. Cree que mi personalidad también debe reflejarse en la
ropa que lleve; teniendo en cuenta que cuando lo encargó apenas me había visto
un par de horas, no me fío demasiado. Ha estado enseñándome protocolo semana
tras semana y, poco a poco, ha comenzado a forjarse una pequeña amistad. Me
gusta porque es franco y no teme decirme las cosas a la cara, aunque a veces no
vendría mal que se las callara; y, lo más importante, ha sido capaz de
controlar mis cambios de humor repentinos que me atacaban —un día estaba triste
y al siguiente, enfadada con el mundo.
Es una tienda
de moda exclusiva, con trajes colgados por las paredes cubiertas por tablones de
madera. Todo muy elegante, sí; pero también frío. Hay un sastre que toma las
medidas a un hombre con quien apenas intercambia algunas palabras sobre cómo
querrá su diseño. De donde yo vengo las relaciones dependiente-cliente suelen
ser, al menos, educadas: se intercambian saludos y preguntas sobre la familia
aunque no te importe lo más mínimo.
No presto
atención cuando Paolo me viste, sin embargo, cuando termina y me miro al espejo,
no puedo creer lo que veo.
—
Soy un genio —suspira—. ¿Verdad que sí?
—
Siendo sincera, parezco alguien a quien se le pagan por
ciertos servicios — mejor no decirlo abiertamente.
La camisa es
bastante entallada; la falda me llega por algo más arriba de la rodilla; la
cinta, que debería estar enlazada al cuello (de la misma tela que la falda:
marrón claro con cuadros oscuros), la llevo a modo de pulsera, por lo tanto, el
cuello de la camisa tiene bastante escote; en vez de calcetines oscuros por la
rodilla llevo medias oscuras, que si no tengo cuidado, se vería el liguero. Y
en vez de llevar zapatos normales, los míos son de tacón.
Llevar el pelo
suelto me gusta, en un lugar remoto me siento yo de alguna manera.
—
No digas tonterías, Alice —intenta acallarme.
—
Me odiarán. Me llamarán de todo —insisto.
—
Envidia —le resta importancia con un gesto de la mano y
tono tranquilo.
—
Intentarán sabotearme —le quito razón—. Esas
consentidas son del peor tipo de gente que he conocido en mi vida. ¿No crees
que sería mejor acercarme poco a poco? Nadie se daría cuenta y yo me sentiría
más cómoda, la verdad —.
—
No exageres. Recuerda que le tienes que gustar primero
por tu aspecto para que luego quiera conocerte. Has estudiado su perfil cientos
de veces, incluso te lo sabes de memoria. Le conoces demasiado bien como para
—
Pero las otras chicas…
—
Sabrás apañarte. Demuéstralas que eres superior. Ahora
vístete, que tengo que devolverte a las… —se mira el reloj—Bueno, hace media
hora. El caso es que nuestros ‘’amigos’’ de la puerta —se refiere a los agentes
que nos han acompañado— no son muy pacientes —me sonríe con sinceridad y me
meto en el minúsculo cambiador y así
buscarnos los menores problemas posibles.
Hemos llegado
más tarde de lo que deberíamos porque Paolo quería enseñarme varias tiendas de
ropa —y usar la tarjeta de crédito sin límites del FBI— antes de probarme el
uniforme.
El probador
tiene apenas unos metros cuadrados que se reducen a la mitad cuando se abre la
puerta y el pequeño taburete. Tanto glamour para luego esto.
Tan sólo me
queda ponerme la camiseta cuando la puerta se abre de golpe. Me tapo como puedo
rápidamente y mando al intruso salir, pero se queda observándome con una
sonrisa pícara. Al principio no le reconozco, pero antes de decirle de nuevo
que se quite me doy cuenta de quién es: alto, moreno de piel y con el pelo
negro. Ahora entiendo por qué es tan mujeriego. No tiene vergüenza y esos
enormes ojos azules que le resaltan como faros, junto a la enorme sonrisa, le
hacen de ensueño.
—
Fuera de aquí —le digo con premura.
—
Iba a decir que lo sentía, pero…—me mira de abajo a
arriba— Yo no miento —susurra con una voz ridículamente sexy.
—
He dicho que te vayas.
—
Hola a ti también—se apoya en la puerta—. Encantado —me
tiende la mano.
—
Pues yo no. Cierra la puerta —mi tono es cortante.
—
¿Por qué?
—
Porque sí. Porque lo digo yo.
—
En ese caso…—entra pegándose a mí lo máximo que puede y
cuelga la percha con su uniforme en el gancho que hay a mi lado.
—
¿Qué haces? —le rpegunto sin poder creérmelo. Sabía que
era caradura, perno n o pensé que llegara a tanto.
—
Cerrar la puerta. Como me has dicho —se junta más y
retrocedo.
—
Pero contigo fuera. Sal —me arrincona y me sujeta de la
cintura antes de caer tras haberme tropezado con el taburete—. Quítate —le
aparto.
—
De nada —vuelve a poner esa sonrisa—. Verás, ¿salir
fuera y estar solo? O ¿quedarme aquí, con una chica preciosa semi desnuda
pegadita a mí? No es tan difícil la decisión, como entenderás.
—
Sal o grito —amenazo.
—
Grita. En cuanto abras la boca la tendrás ocupada
besándome —pone ese tono arrogante que sería capaz de desquiciar a cualquiera;
especialmente a mí.
—
Más quisieras —intento relajarme y dejo aparte la
camiseta, sin preocuparme por que me vea.
—
Así me gustas más —pone los brazos a ambos lados y se
acerca hasta unos milímetros de mi cara.
Extrañamente
noto cómo se me escapa el aliento y no soy capaz de recuperarlo. Tampoco soy
capaz de controlar el corazón, que late desbocado. Me pregunto cómo sería un
beso, si el contacto piel con piel resulta incluso doloroso sin motivo alguno.
No obstante, cuando estoy a punto de averiguarlo, se interrumpe de golpe y me
sacan de mi ensoñación bruscamente.
—
¡Mamma Mia
Alice! Haber avisado de que estabas ocupada —interviene Paolo con su marcado
acento italiano.
No puedo
evitar pensar: « Lo mato. Lo mato». Aunque esa expresión ahora no sería
demasiado oportuna ni acertada.
—
Quítate. Me has metido en un lío —le aparto.
—
¿Quién era? Por cierto, bonito nombre —de nuevo esa
sonrisa… ¡Dios, cómo le odio!
Me pongo
rápidamente la camiseta y salgo corriendo e ignorándole. Dejo el uniforme en el
mostrador más rápido de lo que pensaba y subo al coche donde me esperan los
escoltas. De inmediato, Paolo llega a mi lado y, al abrir la puerta, consigo
oír a Moore llamándome.
—
¿Quién era ese? Te dejo un momento y me vienes con…
—comienza a hablar mi estilista. Si no llega a ser por él, quién sabe lo que
podría haber pasado.
—
Yo no tengo la culpa. Él se metió en el probador —le
interrumpo recriminando a Moore Jr.
—
Podrías habértelo quitado de encima —alza una ceja.
—
No sabes quién era —no me gusta que insinúen cosas de
ese estilo, así que respondo de malos modos.
—
Por supuesto que no; por eso te lo he preguntado.
—
Era Moore —aparto la mirada y le veo por la ventanilla,
aún pendiente del coche en el que estoy montada.
—
Debería habérmelo imaginado. Suele frecuentar esto…
—comenta frotándose la barbilla, pensativo— ¿Qué te ha parecido? —dice
ilusionado y clavando su mirada en mí.
—
Un niñato arrogante con un ego el doble de grande que
él y la autoestima por las nubes, y con eso me quedo corta —se ríe después de
que despotrique, enfadada.
—
Parece que te ha caído bien —se ríe.
—
Genial, no puedo esperar a verle de nuevo y tener que
soportar sus intentos patéticos de ligar conmigo para, como truco final,
llevarme a la cama —respondo con la mejor de mis ironías.
—
Ya lo ha conseguido, principessa.
—
Más quisiera ese estúpido…—vuelve a reírse ante mi
enfado— ¿De qué te ríes?
—
De nada, de nada —se calma, pero conserva la sonrisa—.
Recuerda que tienes que ganártelo. De momento has empezado bien; le gustas.
—
Como diversión para una noche. Cuando lo consiga se irá
—mascullo entre dientes.
—
Pues procura que eso no ocurra. O, por lo menos, que se
retrase lo más posible.
—
Eso es fácil decirlo —murmuro para mí.
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