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miércoles, 7 de agosto de 2013

Cap. 2


Me dejaron en al garaje y salí por mi propio pie de la caja. Durante algunas horas he estado paseando por la casa para relajarme y encontrar algo con lo que pueda usar para defenderme. A pesar de buscar a fondo, está limpia. El sótano-gimnasio está cerrado con llave y tampoco puedo acceder; y la nevera, vacía, junto al resto de armarios.

Sobre las cuatro de la tarde llaman a la puerta. Miro por la ventana, ocultándome, y giro el pomo a una distancia prudencial para que pase.

    Pensaba que eras más inteligente. Fuera de las ventanas —Frank me aparta y se asegura de que las cortinas están bien echadas.

    Necesito que me abras el sótano.

    Te traigo comida para un mes y sartenes. Espero que sepas cocinar.

       Algo —ojeo las bolsas mientras él abre la puerta del sótano— ¿Sólo traes esto?

       ¿Qué más quieres? Pasaremos a verte todas las semanas.

       ¿Y si me encuentran? Aquí no hay nada útil.

       Podemos ponerte a alguien en la puerta y…

       No —me echo el pelo atrás para ocultar mi preocupación—. Quiero algo para mí.

       Ya hablaremos. Anne está de acuerdo conmigo sobre nada de armas por el  momento.

       Lo dice quien me enseñó a usarlas —le reprocho.

       Sólo puedo darte esto —se saca del bolsillo mi antigua navaja y un móvil—. No es mucho, pero…

       Por ahora está bien. ¿Es seguro? —cojo el teléfono.

       Está intervenido por la policía.

       Eso es un no —me lo guardo sin mirarlo.

       Úsalo en caso de emergencia. El uno soy yo; el dos, Anne; el tres, la comisaría y el cuatro el hospital.

       Entendido. ¿Se sabe algo de mi coche?

       Olvida que alguna vez lo tuviste —suspiro. Me encantaba ese coche—. Volveré en algunos días para solucionar lo de las ventanas —asiento y le abrazo antes de que salga.

       Tened cuidado —sonrío y resisto la tentación de ver su coche alejarse.

Aprovecho las horas en el sótano recordando el uso de la navaja con un muñeco de defensa personal a tamaño real y golpeándolo después. Al cabo de unos días sólo me quedan los moratones entre los nudillos y un poco más atrás: aquellos con los dedos de Alex.
Anne me trae la pistola reglamentaria con un par de cartuchos más, un silenciador y un chaleco, que afirma ser «terriblemente difícil de conseguir» pasadas las dos semanas.   Me han informado de que el plan salió a la perfección, pero hasta que detengan a Ronald Moore debo quedarme recluida. El plan era sencillo, consistía en dejar que pasara el tiempo y que Moore se diera cuenta de que me había ido a Francia. Por desgracia, no funcionó del todo y la policía se vio obligada a estampar mi coche en Marsella y darme por muerta. Varios periódicos tuvieron la macabra fotografía del coche aplastado tras hacer varios trompos y de la sangre sobre el asfalto junto con el titular de: «Hija de empresario muere en brutal accidente». Se encargaron de hablar con la prensa y proporcionarles toda la información necesaria. Para el mundo, Alice Du’Fromagge está muerta. Aun así, sigo temiendo a los posibles ataques.

El duro entrenamiento al que me someto junto a que hago una comida al día, me provocan una peligrosa pérdida de peso; solucionada en parte volviendo a cerrar la puerta con llave.
Consigo idear un plan para salir de aquí, puesto que a pie no llegaría a ningún lado. Un mes es más que suficiente para mí. Me siento como una presa en la cárcel, aunque en la cárcel por lo menos te dejan salir al patio. Cojo la pistola completa —cartuchos y silenciador— y la oculto en la parte trasera del pantalón con la sudadera encima del chaleco. Antes de irme echo un último vistazo al clon que hicimos del móvil de Alex. Observo de nuevo cada fotografía; está lleno de capturas mías y de Lily, pero yo aparezco en todas ellas. La mayoría son de nosotros, aunque también hay alguna en la que estoy con mi hermana y en las restantes, curiosamente, salgo durmiendo; en mi coche, cuando estuvimos en mi casa, en un banco…

Lo apago con un suspiro y lo golpeo con un martillo dentro de la bolsa en la que lleva metido desde que me permitieron quedármelo hasta sentir que está suficientemente roto. Ya no queda más de él y, próximamente,  tampoco de Alexander Moore en mi corazón.
Procuro que no me vean salir y fijo mi objetivo: un coche pequeño y discreto. Como prefiero no desvelar el arma, rompo la ventanilla del conductor con la mano. A pesar de haberme puesto la manga de la sudadera por encima, me clavo un par de cristales y me los quito sin reparo. Limpio la sangre en la camiseta una vez dentro del coche y, tras hacer un puente cruzando algunos cables —tal y como aprendí hace tiempo—, me pongo en camino.

    ¿Qué haces aquí? Deberías estar en la casa de las afueras —me regaña Frank, enfadado.

    Allí me aburro —protesto.

    ¡Me da igual! ¡Esto no es seguro!

    Cálmate, Frank —Smith intenta ayudarme.

    ¡Es una comisaría! Llevo pistola y chaleco, no me va a pasar nada.

    Trae la mano —me la agarra con fuerza—. ¿Qué ha pasado?

    Rompí la ventanilla del coche en el que he venido.

Me lleva aparte y la venda con cuidado. La sangre sigue saliendo, aunque más lentamente, y mancha la venda.

    ¿De quién era?

    De un vecino, supongo.

    ¿Y el móvil de Moore? Apuesto a que no te has separado de él.

    Está roto —voy con el resto.

    ¿Tienes idea de lo que has hecho, Alice? —me sigue— Era la única forma de acceder a sus contenidos —parece más calmado de lo que debería estar.

    Sólo habían fotos nuestras. El resto, vacío —me dejo caer en una silla.

    Por lo tanto, lo has visto —no sé qué contestar—. Tranquila, era una prueba. En realidad habían más cosas, pero yo mismo limpié este para poder entregártelo. Pensé que te gustaría conservar algo.

    Mejor no —suspiro.

    Lo siento, pero te lo advertí. Intenté que entraras en razón y tú…

    Suficiente —tomo una bocanada aire para ahogar la amargura—. Necesito verla.

No hacen falta palabras. Nos acercamos al final —están rastreando la mansión Moore y las detenciones aumentan. Su imperio está cayendo— y no podré llevármela en un tiempo, ni siquiera hablar con ella. Pensé que sería lo peor, sin embargo, después de lo del último día, no estoy tan segura.

    No puedes. Podrían reconocerte.

    Hagamos que no —pongo una sonrisa traviesa.

    ¿Cómo? —Frank desconfía de mí.

    Paolo.

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