Translate

miércoles, 7 de agosto de 2013

Cap. 9


Camino por mi viejo barrio recordando cada momento de este último año. Ha sido extraño y confuso. A pesar de todo, me repiten que debo quedarme con la parte positiva, con lo que me sea útil para el futuro. Pero por más que lo busco sólo encuentro una cosa: no debo confiar en nadie. Una de mis mejores amigas me traicionó; el que consideraba mi mejor amigo está en la cárcel y no puedo hacer nada por él; mi novio está en la otra punta del país y me prefiere muerta; ya no conozco al resto de mis amigos, ni siquiera a mi familia; y el chico que me salvó la vida ha desaparecido —PJ se fue cuando salí del hospital el mes pasado y no he vuelto a saber de él—. Cuando estuve estable en el hospital de Los Ángeles, me trajeron a Nueva York para ponerme a salvo. Lo que no sabes es que, aun con Ronald Moore entre rejas, no hay ningún sitio seguro para mí.

He rechazado al psicólogo y a todo lo relacionado con algún tipo de ayuda. Incluso para testificar vinieron un par de agentes desconocidos y lo hice por videoconferencia. Al menos, puedo estar un poco más tranquila al saber que Ronald Moore estará en la cárcel por unos cuantos años y que a mí se me ha excluido de todos los cargos posibles.

Por fin buenas noticias sobre Lily, contacté con Tom nada mas recuperar el conocimiento —estuve cinco días en coma inducido— y me contó que está empezando a mejorar, sorprendiendo a todos, pues es bastante pronto aún.

Han dejado que me quede con la placa y la pistola y, a pesar de lo que me diga mi madre, no me separo de ellas; me aportan seguridad y tranquilidad. Oficialmente, sigo perteneciendo al FBI, ya que comuniqué mi decisión de continuar en la agencia en cuanto terminase el instituto, porque he perdido este año de estudios.

No merece la pena cambiar de ropa, pues la antigua no me representa y la nueva me trae recuerdos no precisamente buenos; así que me pongo siempre lo que tengo más a mano en el armario. Desde el día que hablé con Alexander no he vuelto a saber nada de Anne o Frank, y es algo que me duele bastante. Han sido mis padres y me han apoyado durante quince meses cuando nadie lo hacía y les necesito más que nunca.

    Paso una vez más por el parque repleto de gente, incluidos mis “amigos”. Me piden que me quede con ellos a pasar lo que queda de tarde, pero declino su oferta amablemente. Ellos saben que algo me pasó y, según me han dicho, vinieron a verme. Intentaron que liderase la banda cuando se fue PJ, pero no pude aceptarlo. Salí de la banda y el último día que los vi huí de ellos. El teléfono que llevaba tiempo sin usar vuelve a sonar y mi madre —la verdadera— me indica que en un par de minutos se pasarán a recogerme.

Vamos a celebrar mi cumpleaños —en realidad lo pasé en el hospital rodeada de máquinas e inconsciente— a casa de mis abuelos, con los que nunca he tenido apenas trato, y con mis tíos. Mi tía se caracterizaba por comprenderme tan sumamente bien que a veces pensaban que era en realidad mi madre —ahora, con mi pelo aún avellana, nos parecemos mucho más—; mi tío es bastante infantil y no soporto a su mujer, aunque ella a mí tampoco, al igual que la hija pequeña. Sin embargo, la mayor, Kim, y yo tenemos la misma edad y siempre nos hemos llevado bien —hasta que entré en The Wolves, igual que la relación con mi tía—. Al entrar en la banda todo contacto con la familia desapareció y no me di cuenta hasta que salí.

Me subo al coche y repaso mentalmente la cuartada para todo el tiempo que he estado fuera. Mis verdaderos padres han estado pensando en todo mientras yo me dedicaba a encerrarme en mi habitación y en mirar al techo. Cuando llegamos nos saludamos con timidez y mi padre —con el que llevo sin hablarme desde que me fui— me ayuda a esconder el revólver y la identificación. Él piensa que dándome la razón y ayudándome de esta manera va a mejorar su relación conmigo, pero no sabe cuánto se equivoca. Tocar las formas de la placa me relaja, así que después de una tediosa charla que llevo preparándome bastantes días sobre el curso allí, consigo escaquearme a la terraza. Al realizar algunos movimientos me sigue doliendo. Kim se da cuenta de mis gestos y me ayuda a abrir la puerta. El último estrés me ha provocado volver al tabaco —a pesar de lo que me costó dejarlo—. Saco el paquete del bolsillo de la chaqueta y me acompaña fuera sin hablar. Se limita a mirarme con disimula mientras lo enciendo en silencio y le doy una larga calada antes de probar de nuevo a ver si PJ me coge el teléfono: nada. Me siento en una silla y ella se pone a mi lado.

    ¿Estás bien?

    Sí, ¿por qué no debería estarlo?

    No sé…te encuentro diferente.

    ¿A bien o a mal?

    A bien —no le hace falta pensarlo—. Antes… —no se atreve a seguir.

    ¿Antes qué?

    Me dabas miedo con la chaqueta, la navaja… —dice con cuidado.

    ¿Qué tiene de malo mi cazadora?

    Nada. En realidad era tu actitud. Ya sabes, fumando —levanto el cigarro antes de darle una calada—; que ahora sigues haciendo.

    Por lo menos ahora están limpios —sonrío ligeramente.

    ¿Sigues yendo con los mismos? —continúa tras unos segundos de pausa.

    No.

    Mejor. No me gustan, son…

    Buena gente —no la dejo terminar—. Les juzgan sin saber. Creemos que lo sabemos todo, pero lo único que tenemos en cuenta son prejuicios. Absurdos y ridículos prejuicios —añado entre dientes.

    ¿Cómo el de que las rubias son tontas? Te ha venido bien el tinte, entonces —bromea para quitar tensión.

    Lo dices porque siempre has querido ser rubia y me ha tocado a mí. Envidiosa —hago lo mismo.

    Me has pillado —no puedo terminar la calada por la risa. Definitivamente necesitaba esto.

    Por favor no me hagas reírme —me envuelvo con los brazos para frenar el dolor.

Me mira preocupada, pero cuando me relajo y abro los ojos, respiro hondo y habla de nuevo, aunque no sin la misma mirada de preocupación de antes.

    Te he echado de menos. A esta Alice, no a la de los últimos años, sino a mi prima; la que me ayudaba a bajar de los árboles y la que me cogía y me llevaba a casa en brazos aunque no pudiese conmigo cuando me hacía daño.

    Sí, bueno. Ha pasado tiempo —no sé qué más decir. Tiene tanta razón…

    ¿Si te digo una cosa me prometes que no te vas a enfadar?

    Es difícil hacer que me enfade, a estas alturas. Aunque te recomiendo no hacerlo —me acomodo el revólver al empezar a sentir cómo se clavaba en mi espalda.

    En mi barrio también os conocen, a tu grupo, me refiero, y yo… —coge aire— Verás, te llamaban “la lobita” por…

    Ser la pequeña. Continúa.

    Decían cosas horribles de ti y tenía miedo de que me pegasen o de que me comparasen contigo y… Yo no decía nada de vosotros y por eso me acusaron varias veces de traidora, macarra y cosas de ese tipo; así que hacía como si no te conociera.

    Lo siento, no sabía que podría llegar a afectarte.

    ¿Y qué piensas? Renegué de mi familia.

    Hiciste bien. Yo no habría hecho lo mismo, pero te entiendo.

    Tú te habrías pegado con media ciudad si hiciera falta.

    Por defenderte, sin dudarlo. No te lo tomes en cuenta ni te sientas mal, yo sé de qué va ese mundo y tú…

    Yo soy una ignorante que necesita ser rescatada ¿no?

    No, simplemente no sabes defenderte.

Tiro el cigarro a la calle una vez acabado y me levanto de la silla con cuidado. La herida sigue resintiéndose.

    ¿Te importaría…venir a casa algún día? —duda— Y damos un paseo.

    No estaría mal. En cuanto me recupere me pasaré por allí. Si me voy a meter en una pelea será mejor que no tena que encogerme cada vez que me río —bromeo y sonríe.

Miro por la terraza a la gente pasear, despreocupada. Cada uno con sus problemas y los consiguen afrontar, plantarles cara; lo que más admiro de la gente es cómo pueden hacer que nada ha pasado y seguir adelante, por mucho daño que les hayan hecho o las personas que han caído por el camino. Siento a mi prima abrazándome por detrás y miro otra vez el móvil —se ha convertido en una manía desde que él se fue—. Suspiro y al guardarlo suena. Observo que es un número de Los Ángeles por el prefijo.

    ¿Quién te llama? —mi prima me pregunta.

    ¿Diga? —respondo con cautela.

    Llamo del Silver Medical Centre, ¿es usted…Alice Du’Fromagge?

    ¿Para qué la buscan? —no puedo caer tan fácil en la trampa.

    Lo siento, es confidencial. ¿Podría contactar con ella?

    Soy yo. ¿Ha pasado algo? —el miedo comienza a apoderarse de mi.

    ¿Es usted familiar de Emily Sullivan?

    Su hermana, ¿qué ha pasado?

    ¿Le ha pasado algo a Albert? —mi prima insiste, esta vez sobre mi hermano.

Digo que no con la cabeza. No entiende qué está pasando y, por desgracia, me temo lo peor.

    Bien, me temía que fuese usted la de los periódicos.

    Sí, a veces nos confunden. ¿Para qué me querían? No tengo mucho tiempo.

    Lo siento mucho, señorita. Su hermana ha…

    No, no puede ser. Había mejorado y… —no puedo terminar.

La voz se me quiebra y no puedo hablar. Kim me abraza sin saber por qué de repente me he puesto a llorar.

    ¿Podría pasarse por el hospital para empezar con el papeleo?

¿Papeleo? Acaban de decírmelo y lo único que piensan es que tengo que rellenar unos estúpidos informes sobre una niña de seis años que…

    ¿Señorita? ¿Sigue ahí?

    S…sí —tartamudeo con los ojos empapados en lágrimas.

    ¿Prefiere enviar a alguien que lo haga por usted?

    No —increíblemente recobro la compostura.

Por ahora me espera mucho trabajo y ya tendré tiempo para llorar a mi hermana pequeña cuando termine. La tristeza y la incredulidad dejan paso a la responsabilidad y el coraje que me lleva caracterizando toda mi vida. Trago saliva y me quito a mi prima de encima.

    Yo me encargaré de todo. En unas horas estaré allí. ¿Lo sabe alguien más?

    No. ¿Quiere que se lo notifique a otra persona también?

    Tampoco —cuelgo rápidamente el teléfono.

    ¿Te vas?

    Quítate Kim —la aparto y marco el número de Frank; después el de Anne…y nada. Ninguno de los dos existe—. Necesito las llaves del coche —entro en el salón y me dirijo por primera vez a mi padre.

    ¿Para qué?

    No tengo tiempo. Dámelas.

    Pues responde. ¿Para qué las quieres?

    Hay una emergencia. Tengo que irme.

    Ya no tienes que responder a eso, hija —intenta tranquilizarme mi madre—. Todo se ha acabado.

    No me hagas pedírtelas de forma oficial —empiezo a perder los nervios.

    Alice, relájate —me reprende mi tío.

    Dile para qué las quieres y seguro que te las dará —le respalda mi abuelo.

    Callaos —les ordeno—. Anthony Sanders, o me da las llaves o le detengo por obstrucción a la justicia —pongo la placa sobre la mesa y llevo la mano a la espalda, sobre la culata del arma.

    Hija… —dice, decepcionado.

El resto de los presentes nos mira atentos, sin creerse lo que están presenciando.

    No me obligues a hacerlo —le advierto y comienzo a sacar poco a poco el revólver.

Me las da y salgo corriendo tras recuperar la placa. Conduzco sin percatarme del resto hasta casa, donde me apodero de todo el dinero posible y llego al aeropuerto. Vuelvo a utilizar mis privilegios como agente para conseguir un billete de vuelta a Los Ángeles. El más rápido me sirve. No llevo más de una mochila con la ropa necesaria: algo de ropa interior, un par de camisetas y un pantalón.

No hay comentarios:

Publicar un comentario