Camino
por mi viejo barrio recordando cada momento de este último año. Ha sido extraño
y confuso. A pesar de todo, me repiten que debo quedarme con la parte positiva,
con lo que me sea útil para el futuro. Pero por más que lo busco sólo encuentro
una cosa: no debo confiar en nadie. Una de mis mejores amigas me traicionó; el
que consideraba mi mejor amigo está en la cárcel y no puedo hacer nada por él;
mi novio está en la otra punta del país y me prefiere muerta; ya no conozco al
resto de mis amigos, ni siquiera a mi familia; y el chico que me salvó la vida
ha desaparecido —PJ se fue cuando salí del hospital el mes pasado y no he
vuelto a saber de él—. Cuando estuve estable en el hospital de Los Ángeles, me
trajeron a Nueva York para ponerme a salvo. Lo que no sabes es que, aun con
Ronald Moore entre rejas, no hay ningún sitio seguro para mí.
He rechazado al psicólogo y a todo lo relacionado con algún tipo de
ayuda. Incluso para testificar vinieron un par de agentes desconocidos y lo
hice por videoconferencia. Al menos, puedo estar un poco más tranquila al saber
que Ronald Moore estará en la cárcel por unos cuantos años y que a mí se me ha
excluido de todos los cargos posibles.
Por fin buenas noticias sobre Lily, contacté con Tom nada mas recuperar
el conocimiento
y me contó que está empezando a mejorar, sorprendiendo
a todos, pues es bastante pronto aún.
Han dejado que me quede con la placa y la pistola y, a pesar de lo que
me diga mi madre, no me separo de ellas; me aportan seguridad y tranquilidad.
Oficialmente, sigo perteneciendo al FBI, ya que comuniqué mi decisión de
continuar en la agencia en cuanto terminase el instituto, porque he perdido
este año de estudios.
No merece la pena cambiar de ropa, pues la antigua no me representa y la
nueva me trae recuerdos no precisamente buenos; así que me pongo siempre lo que
tengo más a mano en el armario. Desde el día que hablé con Alexander no he
vuelto a saber nada de Anne o Frank, y es algo que me duele bastante. Han sido
mis padres y me han apoyado durante quince meses cuando nadie lo hacía y les
necesito más que nunca.
Paso una vez más por el parque
repleto de gente, incluidos mis “amigos”. Me piden que me quede con ellos a
pasar lo que queda de tarde, pero declino su oferta amablemente. Ellos saben
que algo me pasó y, según me han dicho, vinieron a verme. Intentaron que
liderase la banda cuando se fue PJ, pero no pude aceptarlo. Salí de la banda y
el último día que los vi huí de ellos. El teléfono que llevaba tiempo sin usar
vuelve a sonar y mi madre —la verdadera— me indica que en un par de minutos se
pasarán a recogerme.
Vamos a celebrar mi cumpleaños
a casa de mis abuelos, con los que nunca
he tenido apenas trato, y con mis tíos. Mi tía se caracterizaba por
comprenderme tan sumamente bien que a veces pensaban que era en realidad mi
madre —ahora, con mi pelo aún avellana, nos parecemos mucho más—; mi tío es
bastante infantil y no soporto a su mujer, aunque ella a mí tampoco, al igual
que la hija pequeña. Sin embargo, la mayor, Kim, y yo tenemos la misma edad y
siempre nos hemos llevado bien —hasta que entré en The Wolves, igual que la
relación con mi tía—. Al entrar en la banda todo contacto con la familia
desapareció y no me di cuenta hasta que salí.
Me subo al coche y repaso mentalmente la cuartada para todo el tiempo
que he estado fuera. Mis verdaderos padres han estado pensando en todo mientras
yo me dedicaba a encerrarme en mi habitación y en mirar al techo. Cuando
llegamos nos saludamos con timidez y mi padre —con el que llevo sin hablarme
desde que me fui— me ayuda a esconder el revólver y la identificación. Él
piensa que dándome la razón y ayudándome de esta manera va a mejorar su
relación conmigo, pero no sabe cuánto se equivoca. Tocar las formas de la placa
me relaja, así que después de una tediosa charla que llevo preparándome
bastantes días sobre el curso allí, consigo escaquearme a la terraza. Al
realizar algunos movimientos me sigue doliendo. Kim se da cuenta de mis gestos
y me ayuda a abrir la puerta. El último estrés me ha provocado volver al tabaco
—a pesar de lo que me costó dejarlo—. Saco el paquete del bolsillo de la
chaqueta y me acompaña fuera sin hablar. Se limita a mirarme con disimula
mientras lo enciendo en silencio y le doy una larga calada antes de probar de
nuevo a ver si PJ me coge el teléfono: nada. Me siento en una silla y ella se
pone a mi lado.
— ¿Estás
bien?
— Sí,
¿por qué no debería estarlo?
— No
sé…te encuentro diferente.
— ¿A
bien o a mal?
— A
bien —no le hace falta pensarlo—. Antes…
— ¿Antes
qué?
— Me
dabas miedo con la chaqueta, la navaja…
— ¿Qué
tiene de malo mi cazadora?
— Nada.
En realidad era tu actitud. Ya sabes, fumando —levanto el cigarro antes de
darle una calada—; que ahora sigues haciendo.
— Por
lo menos ahora están limpios —sonrío ligeramente.
— ¿Sigues
yendo con los mismos?
— No.
— Mejor.
No me gustan, son…
— Buena
gente .
Les juzgan sin saber. Creemos que lo sabemos todo, pero lo único que tenemos en
cuenta son prejuicios. Absurdos y ridículos prejuicios .
— ¿Cómo
el de que las rubias son tontas? Te ha venido bien el tinte, entonces —bromea
para quitar tensión.
— Lo
dices porque siempre has querido ser rubia y me ha tocado a mí. Envidiosa —hago
lo mismo.
— Me
has pillado —no puedo terminar la calada por la risa. Definitivamente
necesitaba esto.
— Por
favor no me hagas reírme —me envuelvo con los brazos para frenar el dolor.
Me mira preocupada, pero cuando me relajo y abro los ojos, respiro hondo
y habla de nuevo, aunque no sin la misma mirada de preocupación de antes.
— Te
he echado de menos. A esta Alice, no a la de los últimos años, sino a mi prima;
la que me ayudaba a bajar de los árboles y la que me cogía y me llevaba a casa en
brazos aunque no pudiese conmigo cuando me hacía daño.
— Sí,
bueno. Ha pasado tiempo —no sé qué más decir. Tiene tanta razón…
— ¿Si
te digo una cosa me prometes que no te vas a enfadar?
— Es
difícil hacer que me enfade, a estas alturas. Aunque te recomiendo no hacerlo
—me acomodo el revólver al empezar a sentir cómo se clavaba en mi espalda.
— En
mi barrio también os conocen, a tu grupo, me refiero, y yo… —coge aire— Verás,
te llamaban “la lobita” por…
— Ser
la pequeña. Continúa.
— Decían
cosas horribles de ti y tenía miedo de que me pegasen o de que me comparasen
contigo y… Yo no decía nada de vosotros y por eso me acusaron varias veces de
traidora, macarra y cosas de ese tipo; así que hacía como si no te conociera.
— Lo
siento, no sabía que podría llegar a afectarte.
— ¿Y
qué piensas? Renegué de mi familia.
— Hiciste
bien. Yo no habría hecho lo mismo, pero te entiendo.
— Tú
te habrías pegado con media ciudad si hiciera falta.
— Por
defenderte, sin dudarlo. No te lo tomes en cuenta ni te sientas mal, yo sé de
qué va ese mundo y tú…
— Yo
soy una ignorante que necesita ser rescatada ¿no?
— No,
simplemente no sabes defenderte.
Tiro el cigarro a la calle una vez acabado y me levanto de la silla con
cuidado. La herida sigue resintiéndose.
— ¿Te
importaría…venir a casa algún día? —duda— Y damos un paseo.
— No
estaría mal. En cuanto me recupere me pasaré por allí. Si me voy a meter en una
pelea será mejor que no tena que encogerme cada vez que me río —bromeo y
sonríe.
Miro por la terraza a la gente pasear, despreocupada. Cada uno con sus
problemas y los consiguen afrontar, plantarles cara; lo que más admiro de la
gente es cómo pueden hacer que nada ha pasado y seguir adelante, por mucho daño
que les hayan hecho o las personas que han caído por el camino. Siento a mi
prima abrazándome por detrás y miro otra vez el móvil —se ha convertido en una
manía desde que él se fue—. Suspiro y al guardarlo suena. Observo que es un
número de Los Ángeles por el prefijo.
— ¿Quién
te llama?
— ¿Diga?
—respondo con cautela.
— Llamo
del Silver Medical Centre, ¿es usted…Alice Du’Fromagge?
— ¿Para
qué la buscan? —no puedo caer tan fácil en la trampa.
— Lo
siento, es confidencial. ¿Podría contactar con ella?
— Soy
yo. ¿Ha pasado algo? —el miedo comienza a apoderarse de mi.
— ¿Es
usted familiar de Emily Sullivan?
— Su
hermana, ¿qué ha pasado?
— ¿Le
ha pasado algo a Albert? —mi prima insiste, esta vez sobre mi hermano.
Digo que no con la cabeza. No entiende qué está pasando y, por
desgracia, me temo lo peor.
— Bien,
me temía que fuese usted la de los periódicos.
— Sí,
a veces nos confunden. ¿Para qué me querían? No tengo mucho tiempo.
— Lo
siento mucho, señorita. Su hermana ha…
— No,
no puede ser. Había mejorado y… —no puedo terminar.
La voz se me quiebra y no puedo hablar. Kim me abraza sin saber por qué
de repente me he puesto a llorar.
— ¿Podría
pasarse por el hospital para empezar con el papeleo?
¿Papeleo? Acaban de decírmelo y lo único que piensan es que tengo que
rellenar unos estúpidos informes sobre una niña de seis años que…
— ¿Señorita?
¿Sigue ahí?
— S…sí
—tartamudeo con los ojos empapados en lágrimas.
— ¿Prefiere
enviar a alguien que lo haga por usted?
— No
—increíblemente recobro la compostura.
Por ahora me espera mucho trabajo y ya tendré tiempo para llorar a mi
hermana pequeña cuando termine. La tristeza y la incredulidad dejan paso a la
responsabilidad y el coraje que me lleva caracterizando toda mi vida. Trago
saliva y me quito a mi prima de encima.
— Yo
me encargaré de todo. En unas horas estaré allí. ¿Lo sabe alguien más?
— No.
¿Quiere que se lo notifique a otra persona también?
— Tampoco
—cuelgo rápidamente el teléfono.
— ¿Te
vas?
— Quítate
Kim —la aparto y marco el número de Frank; después el de Anne…y nada. Ninguno
de los dos existe—. Necesito las llaves del coche —entro en el salón y me
dirijo por primera vez a mi padre.
— ¿Para
qué?
— No
tengo tiempo. Dámelas.
— Pues
responde. ¿Para qué las quieres?
— Hay
una emergencia. Tengo que irme.
— Ya
no tienes que responder a eso, hija —intenta tranquilizarme mi madre—. Todo se
ha acabado.
— No
me hagas pedírtelas de forma oficial —empiezo a perder los nervios.
— Alice,
relájate —me reprende mi tío.
— Dile
para qué las quieres y seguro que te las dará —le respalda mi abuelo.
— Callaos
—les ordeno—. Anthony Sanders, o me da las llaves o le detengo por obstrucción
a la justicia —pongo la placa sobre la mesa y llevo la mano a la espalda, sobre
la culata del arma.
— Hija…
—dice, decepcionado.
El resto de los presentes nos mira atentos, sin creerse lo que están
presenciando.
— No
me obligues a hacerlo —le advierto y comienzo a sacar poco a poco el revólver.
Me las da y salgo corriendo tras recuperar la placa. Conduzco sin
percatarme del resto hasta casa, donde me apodero de todo el dinero posible y
llego al aeropuerto. Vuelvo a utilizar mis privilegios como agente para
conseguir un billete de vuelta a Los Ángeles. El más rápido me sirve. No llevo
más de una mochila con la ropa necesaria: algo de ropa interior, un par de
camisetas y un pantalón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario