—
¡Por fin! —exclamo y me levanto de la mesa.
—
¿Adónde vas?
—
Fuera —saco un cigarrillo del paquete de tabaco y la
bolsita que lo acompaña. Después, sin que lo vea, me lo guardo en el bolsillo.
—
No he dicho que puedas salir —el intercambio pasa y no
me a dar tiempo a nada como siga así.
—
El timbre significa que salgamos, y yo, obedezco —sin
darla oportunidad de contestarme salgo de clase. El pasillo se va llenando.
—
¡Oye! La autoridad soy yo. Voy a decírselo al tutor y
esta vez te expulsarán — lleva con la misma cantinela casi todo el curso.
La profesora, siempre tan
entrometida en asuntos que no la conciernen. Algunos dirían que lo hace Qormi
bien, igual que mis padres cuando me prohíben estar con mis amigos o el resto
de la gente que no para de intentar convencerme de que estoy echando mi vida a
perder. Yo sé lo que hago, no necesito niñeras.
Llego al baño, abro el cigarro y
le echo el contenido de la bolsita. Cuando toma un ligero tono verdoso lo
cierro y lo enciendo. Me da igual que me vean las que entren. El tabaco —y lo
que no es tabaco— consigue relajarme. Exhalo el humo a un lado cuando Jess
entra.
—
Tía, esta vez te has pasado—tomo una extensa calada—.
Es verdad lo del tutor, acabo de verla ir a por él. Y sabes que con esto —me
quita el cigarro de la mano— ya estás fuera.
—
Dámelo. Mejor, así salgo de esta mierda de sitio. No
puedes hablar, ni solucionar tus problemas por ti mismo…
—
Porque tu forma de hablar es dejando en ridículo y
solucionas los problemas a golpes.
—
Así se ha hecho toda la vida y así seguirán —entran
otras tres chicas y bajo el cigarro después de dejarlo por la mitad.
—
Dame un poco, anda.
—
No que te expulsan —me burlo de ella y le dejo una
pequeña calada—. Venga vete, a ver si te van a decir algo.
Me quedo con la mente en blanco
hasta que vuelve a sonar el timbre: espera, eso no es el timbre, es la alarma
de incendios. No pienso perder este trozo de cielo. Lo apago contra el lavabo y
me lo guardo de nuevo.
En el pasillo, me uno a todos los
que salen corriendo, sin apenas poder ocultar la sonrisa. Me encuentro con los
de último curso, mis amigos PJ y Hood.
—
Al final lo has conseguido —dice PJ entre risas.
—
Dije que lo haría —le respondo de la misma manera.
—
¿Te queda algo? — ahora es Hood.
—
No mucho. En una hora donde siempre —quedo con ellos—.
Tengo que escaparme, saben que he sido yo.
—
¿Cómo lo van a saber, Baby? —nunca me llaman por mi
nombre; prefieren poner motes. En verdad es más seguro porque, si a alguno le
coge la policía, no puede incriminar formalmente a nadie.
—
¿Porque ya me han pillado varias veces y me han visto,
quizá?
—
Hecho. Los demás estarán allí, supongo —empiezan a gritar
y consiguen abrirse paso entre la multitud después de que PJ me ponga su gorra.
Me bajo la gorra de PJ y consigo
salir sin que me vean, confundiéndome entre la multitud.
Al llegar a la cueva me reciben
con felicitaciones. Quieren saber cómo lo he hecho pero me abstengo de mentir y
les cuento lo que pasó en verdad; no me hace falta fanfarronear con ellos. Ya
no.
La cueva, como nosotros lo llamamos, es una
casa de dos plantas abandonada a las afueras del barrio. Tenemos varios sofás,
una tele con videoconsola e incluso una pipa de agua. En el grupo somos
catorce, digo grupo, no banda. La gente suele confundirlo, nosotros no robamos
ni montamos peleas ni tenemos un territorio. Tan sólo nos defendemos unos a
otros como una familia. Cada uno tiene una chaqueta de cuero negra con un lobo
aullando en la espalda y un número en la parte izquierda y en la manga derecha.
El lobo corresponde a como nos llamamos, “The Wolves”. Cada uno tiene un número
en particular: Hood, el 4; PJ el 7; yo, el 9; Jess el 21. Los números son
personales y cada uno elige el suyo.
Llevo con ellos desde poco después de mi
14 cumpleaños, así que soy la más pequeña de todos con casi diecisiete.
Conseguí entrar porque, un día, al salir del instituto, vi a unas chicas más
mayores que yo meterse con otra de un curso anterior al mío. No lo dudé y la
defendí, incluso a golpes —mi barrio es así—, con la suerte que era la hermana
de uno de nosotros (de Hutch, el que daba la cara ante los problemas en ese
momento. Ahora es PJ). Es una especie de jefe, pero sin imponer ningún tipo de
ley aparte de no meterse en líos. Entré directamente a pesar de las quejas
porque no era como ellos. Son algo así como marginados sociales: gente de
color, latinos, algunos con problemas familiares serios… Por el contrario, yo
vengo de lo que podría denominarse una familia normal.
PJ me ayudó, pero finalmente me
afiancé cuando, en una pelea, saqué mi navaja —con la que llevaba practicando
un tiempo— y salvé a la novia de Hood. Es por eso por lo que nos llevamos tan
bien.
—
Vale, ¿y dónde está PJ? Tengo que devolverle la gorra.
—
La gorra, claro…Mira arriba, seguro que está —responde Ray,
otro más del grupo. Somos más de lo que parece.
Subo las escaleras. La parte de
arriba tiene una cama grande en una habitación, las otras dos están reservadas
para los graffiti. Una es sólo de PJ, no sólo firma como el resto, él es un
verdadero artista. Con un spray es capaz de crear dibujos dignos de cualquier
museo. Cuando pinta toda la habitación, la fotografiamos antes de dejarla como
nueva para que cree otra obra de arte.
—
Te está quedando muy bien —le sorprendo. Está haciendo
un enorme lobo blanco con unos ojos azules iguales que los míos— Me gustan sus
ojos —bromeo.
—
Ah, hola —me sonríe un poco—. Gracias. No sabía qué
dibujar y pensé en ti. Me vino a la cabeza como un rayo y empecé —dice tras
bajarse el pañuelo que llevaba en la boca.
Si pasas tanto tiempo como él con
un spray en la mano, puede ser realmente perjudicial para la salud, sin contar
el tabaco o el alcohol que estamos todos acostumbrados a beber casi a diario.
Se seca el sudor de la frente con
la camiseta de tirantes sucia. Tiene el pelo rubio y corto manchado casi al
completo de blanco, lo que le resalta los ojos oscuros como el ébano.
—
¿Cuánto tiempo llevas? No hace tanto que no entro aquí.
—
Un par de días; no he dormido en casa. Preferiría que
lo vieras terminado, pero ya nada —vuelve a intentar sonreír, pero le conozco
lo suficiente para saber cuándo es una sonrisa fingida. Incluso los motivos.
—
¿Ha vuelto a hacerlo?
—
Sí, y esta vez me metí —toma aire—. Después de romperle
la nariz de un puñetazo me ha echado de casa.
—
Tendrías que haberlo denunciado. Ahora tiene por dónde
agarrarte.
—
Sabes que iba a darle de todas formas.
—
Pensaba que tenías más cabeza.
—
¡Pega a mi madre! ¿Cómo quieres que reaccionase? —no
puede controlar la rabia y tira el spray contra la otra pared aún limpia.
—
Lo siento ¿vale? No hace falta que grites. No soy
idiota —Hood y yo somos los únicos a los que permite que le planten cara; con
la diferencia que Hood de vez en cuando se llevo un golpe.
—
Es que no sabes lo que es ver eso a diario y no poder
hacer nada. Pero el problema es que ella se lo permite.
—
¿Has dormido aquí? —Cambio de tema y asiente como
respuesta mientras se deja caer contra la pared de enfrente al dibujo— Ven a mi
casa, puedes quedarte un tiempo.
—
No quiero meterte en líos.
—
¿Qué líos?
—
Venga ya. ¿Un ladrón de coches y graffitero que enseña
a usar la navaja y mete en peleas su hermosa niñita durmiendo en su casa, al
lado de ella? Sí, claro. Estarán ansiosos —dejo que se me escape una sonrisa.
—
Ex ladrón—recalco—. Ellos no saben nada de eso. Les
diré que tus padres están de viaje. Y no eres un simple graffitero, eres un
artista, te lo he dicho mil veces —me siento junto a él en el suelo.
—
No lo seré hasta que alguien importante lo diga. Yo no
sé pintar en cuadros, y es lo que le gusta a la gente.
—
Yo lo prefiero así, tiene más…sentimiento. ¿Y qué es
eso de que nadie importante lo dice? ¡Yo lo digo! ¿Qué pasa, yo no soy
importante? —le sonrío abiertamente y responde de la misma manera.
—
Pues claro, rubia —es el único que no me llama Baby. Me
pasa su brazo por los hombros—. Sobre todo para Hood, si no hubieras entrado
ese día, seguro que hoy no estaría con nosotros.
—
¿Y para ti?
—
Yo…no sé. Me das en qué pensar, cuando no fumas hierba,
quemas el colegio. —sonríe entre
dientes, pero vuelve a ponerse serio al instante—. No quiero que te metas en
eso. Tienes que dejarlo ya. Igual que las peleas.
—
¿Por qué, si todos lo hacéis? Y te repito que lo de
esta mañana fue sin querer.
—
Por estar fumando hierva. Ha sido un aviso. No quiero
enterarme que lo vuelves a hacer, eres muy pequeña. Que nosotros lo hagamos no
significa nada, no te querremos menos por ello, incluso más, porque estás creciendo
y aprendiendo a cuidarte —me regaña.
—
Entonces tú sigues en los 11. Porque no te veo con
intención de dejarlo — ¿quién es él para decirme nada?
—
Yo tengo motivos. Pero tú tienes una familia que te
quiere y se preocupa por ti. No, tienes dos: nosotros también contamos. ¿Si nos
tirásemos de un puente, irías detrás?
—
Posiblemente. Y no lo haría por el grupo —me pongo en
pie enfadada—, sino por ti, idiota.
Durante este tiempo ha sido en
quien me he apoyado y me enerva ver que es tan tonto de no darse cuenta de lo
que tiene ante los ojos.
En un momento me falta el aire y
tengo que salir corriendo de aquí. No voy a casa; ni con Jess, mi mejor amiga;
ni siquiera a la caseta del conserje —inexistente— del instituto. Me quedo en
el parque, pasando frío porque se me ha olvidado la chaqueta. Me tumbo junto a
un árbol, mirando las estrellas y pensando por qué todos insisten en que cambie
cuando yo así estoy bien. Hago lo que quiero y cuando quiero. Es cierto que
algunos compañeros me temen, pero así es mejor; no se meten conmigo y no me dan
problemas.
Antes era una chica solitaria y ahora tengo un grupo de
amigos fieles que me quieren tanto como una segunda familia, ya que sospecho
que la mía también me teme. Mis padres apenas me regañan y, lo poco que lo
hacen, es midiendo con mucho cuidado sus palabras.
El grupo me conoce lo suficiente
para no seguirme las veces que salgo rápido, por pocas que sean; aunque han
aumentado porque ahora pierdo los nervios PJ con más facilidad. Antes de poder
darme cuenta, ya he caído rendida en medio del parque.
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