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jueves, 18 de julio de 2013

Epilogo


Después de usar parte del dinero en un corte de pelo —lo suficientemente largo para que ella pudiera pasar los dedos por su cabeza como a él tanto le gustaba— manteniendo el brillo dorado que se empeñaba en ocultar bajo una gorra. El muchacho, como cada noche después de irse, escaló cuidadosamente uno de los pilares del puente de Brooklyn hasta su barrote preferido para ver el ascenso de la luna. Se sentó con cuidado y respiró profundamente el aire no contaminado por el humo de los coches debido a la altitud. Poco a poco sus músculos se relajaban y sentía como su mente se despejaba tras un tiempo de actividad frenética. La quería, pero no sabía cómo reaccionar a sus últimos momentos con ella. Cuando se sentía más relajado su teléfono comenzó a vibrar —se le había olvidado apagarlo, como acostumbraba— y, después de unos malabarismos para no caerse ninguno de los dos, lo cogió, cansado de tanta inútil insistencia; dispuesto a zanjarla.

    No voy a volver, así que…

    Cállate, idiota —su interlocutor estaba nervioso—. Te necesitamos aquí.

    Pues arreglaos vosotros. Ya lo habéis…

    Es Baby —no le dejó continuar—. Ha vuelto.

    ¿Y?

    Todos sabemos que serías capaz de cualquier cosa por ella.

    Eso era antes.

    Deja de comportarte como un capullo y ven aquí volando. ¿Crees que te llamo por gusto?

    Déjame en paz, Bells. Estoy harto de ti y de tus…

    Se la han llevado en ambulancia —él también estaba empezando a hartarse de su compañero. Adivinando su expresión de confusión, continuó—. Vimos cómo la metían y salía a toda velocidad.

    ¿Qué…qué ha pasado? —consiguió balbucear.

    Preferimos decírtelo en persona. No es agradable, PJ. Ni un simple desmayo.

    Cuéntamelo —le obligó el que fue su superior en la banda que integran.

    Cuando llegues.

    ¡He dicho que me lo cuentes! —gritó el muchacho agarrándose a la estructura para frenar su carácter impulsivo e impedir la caída.

    Pásamelo. Si lo sabe seguro que viene —oyó a través del teléfono—. ¿PJ? ¿Sigues ahí?

    Jess, tú eres su amiga; dime qué ha pasado por favor.

El grafitero y ex ladrón de coches se rindió ante la voz de la que había sido la mejor amiga de la chica a la que amaba; por la que había cruzado el país, por la que había sido secuestrado; por la que se había tatuado su nombre real —justo encima del corazón, recordando lo presente que había estado y estaría— con la firma sacada de una dolorosa carta enviada tiempo atrás.

Prácticamente suplicaba por una respuesta al dolor y a la preocupación que crecía en su pecho.

    Primero tienes que calmarte.

    Estoy calmado —se esforzaba por respirar con normalidad.

    Sé que estás fingiendo, aunque de todas formas te lo diré; por ella, no por ti —aclaró la chica con su característico acento latino—. Cuando se fue la ambulancia, dejaron la puerta abierta, así que entramos y al llegar a su habitación…

    ¿Qué? —ante su silencio el chaval rubio se temió lo peor— ¿Pastillas? —tragó saliva.

    Sangre —dijo con un suspiro y lágrimas invisibles en los ojos—. Era un charco enorme, PJ —intentaba continuar a pesar de quebrársele la voz—. Y estaba la navaja al lado.

    No…no puede ser… ¿Cuánto tiempo ha pasado?

    Desde que lo vimos, una media hora. Estamos en el hospital, pero no quieren decirnos nada. Acaba de pasar su madre llorando y no nos hablaba. Bueno, aparte de echarnos en cara que es nuestra culpa que se haya… —la chica tomó aire; aún le costaba aceptarlo.

    ¿Y… —no podía contener la angustia— está viva?

No quería mencionar la palabra “muerte” ni nada relacionado con ella. Había visto cómo intentaba arrebatarle a la persona que más quiere suficientes veces. Las anteriores tenía en quién enfocar su rabia, sin embargo, en esta ocasión, la víctima también era el verdugo.

    Repito que no querían decirnos nada.

    Voy para allá.

Colgó el teléfono con decisión; dispuesto a dar su propia vida por la de ella a cualquier precio.

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