Camino
por mi viejo barrio recordando cada momento de este último año. Ha sido extraño
y confuso, a pesar de todo, me repiten que debo quedarme con la parte positiva,
con lo que me sea útil para el futuro. Pero por más que lo busco sólo encuentro
una cosa: no debo confiar en nadie. Una de mis mejores amigas me traicionó; el
que consideraba mi mejor amigo está en la cárcel y no puedo hacer nada por él;
mi novio está en la otra punta del país y no volveré a verlo; ya no conozco al
resto de mis amigos, ni siquiera a mi familia; y el chico que me salvó la vida
ha desaparecido —se fue cuando salí del hospital el mes pasado y no he vuelto a
saber de él—. Cuando estuve estable en el hospital, me trajeron a Nueva York.
A pesar de todo esto, he rechazado al psicólogo y a todo lo relacionado
con algún tipo de ayuda. Incluso para testificar vinieron un par de agentes
desconocidos y lo hice por videoconferencia. Al menos puedo estar un poco más
tranquila al saber que Ronald Moore estará en la cárcel por unos cuantos años y
que a mí se me ha excluido de todos los cargos.
Por fin buenas noticias sobre
Lily, contacté con Tom nada mas recuperar el conocimiento en dos días y me
contó que está empezando a mejorar, sorprendiendo a todos, pues es bastante
pronto aún.
Han dejado que me quede con la placa y la pistola y, a pesar de lo que
me diga mi madre, no me separo de ellas; me aportan seguridad y tranquilidad.
No merece la pena cambiar de ropa, pues la antigua no me representa y la nueva
me trae recuerdos no precisamente buenos.
Paso una vez más por el parque repleto de gente, incluidos mis “amigos”.
Me piden que me quede con ellos a pasar lo que queda de tarde, pero declino su
oferta amablemente. Ellos saben que algo me pasó y, según me han dicho,
vinieron a verme. Intentaron que liderase la banda cuando se fue PJ, pero no pude
aceptarlo. Salí de la banda y el último día que los vi salí huyendo.
El
teléfono que llevaba tiempo sin usar vuelve a sonar y mi madre —la verdadera—
me indica que en un par de minutos se pasarán a recogerme.
Vamos a celebrar que he vuelto a casa de mis abuelos, con los que nunca
he tenido apenas trato, y con mis tíos. Mi tía se caracteriza por comprenderme
tan sumamente bien que a veces pensaban que era en realidad mi madre —ahora,
con mi pelo aún avellana, nos parecemos mucho más—; mi tío es bastante infantil
y no soporto a su mujer, aunque ella a mí tampoco, al igual que la hija
pequeña. Sin embargo la mayor, Kim, y yo tenemos la misma edad y siempre nos
hemos llevado bien —hasta que entré en The Wolves, igual que la relación con mi
tía—. Al entrar en la banda todo contacto con la familia desapareció y no me di
cuenta hasta que salí.
Cuando llegamos nos saludamos con timidez y mi padre —con el que llevo
sin hablarme desde que me fui— me ayuda a esconder el revólver y la
identificación. Tocar las formas de la placa me relaja, así que después de una
tediosa charla que llevo preparándome bastantes días sobre el curso allí,
consigo escaquearme a la terraza. Al realizar algunos movimientos me sigue
doliendo y Kim me ayuda a abrir la puerta. El estrés me ha provocado
volver al tabaco —a pesar de lo que me costó dejarlo—. Cojo el paquete y me
acompaña fuera sin hablar. Lo enciendo en silencio y le doy una larga calada
antes de probar de nuevo a ver si PJ me coge el teléfono: nada.
— ¿Estás
bien?
— Sí,
¿por qué no debería estarlo?
— No
sé…te encuentro diferente.
— ¿A
bien o a mal?
— A
bien —no le hace falta pensarlo—. Antes me dabas miedo con la chaqueta, la
navaja…
— ¿Qué
tiene de malo mi cazadora?
— Nada.
En realidad era tu actitud. Ya sabes, fumando —levanto el cigarro antes de
darle una calada—; que ahora sigues haciendo.
— Por
lo menos ahora están limpios —sonrío ligeramente.
— ¿Sigues
yendo con los mismos?
— No.
— Mejor.
No me gustan, son…
— Buena
gente. Les juzgan sin saber. Creemos que lo sabemos todo, pero lo único que tenemos
en cuenta son prejuicios. Absurdos y ridículos prejuicios.
— ¿Cómo
el de que las rubias son tontas? Te ha venido bien el tinte, entonces —bromea
para quitar tensión.
— Lo
dices porque siempre has querido ser rubia y me ha tocado a mí. Envidiosa —hago
lo mismo.
— Me
has pillado —no puedo terminar la calada por la risa. Definitivamente
necesitaba esto.
— Por
favor no me hagas reírme —me envuelvo con los brazos para frenar el dolor.
Me mira preocupada, pero cuando me relajo y abro los ojos, respiro hondo
y habla de nuevo.
— Te
he echado de menos. A esta Alice, no a la de los últimos años, sino a mi prima;
la que me ayudaba a bajar de los árboles y la que me cogía y me llevaba a casa
en brazos aunque no pudiese conmigo, sólo para que no me lastimase.
— Sí,
bueno. Ha pasado tiempo —no sé qué más decir. Tiene tanta razón…
— ¿Si
te digo una cosa me prometes que no te vas a enfadar?
— Es
difícil hacer que me enfade. Aunque te recomiendo no hacerlo —me acomodo el
revólver al empezar a sentir cómo se clavaba.
— En
mi barrio también os conocen, a tu grupo, me refiero, y yo… —coge aire— Verás,
te llamaban “la lobita” por…
— Ser
la pequeña. Continúa.
— Decían
cosas horribles de ti y tenía miedo de que me pegasen o de que me comparasen
contigo y… Yo no decía nada de vosotros y por eso me acusaron varias veces de
traidora, macarra y cosas de ese tipo; así que hacía como si no te conociera.
— Lo
siento, no sabía que podría llegar a afectarte.
— ¿Y
qué piensas? Renegué de mi familia.
— Hiciste
bien. Yo no habría hecho lo mismo, pero te entiendo.
— Tú
te habrías pegado con media ciudad si hiciera falta.
— Por
defenderte, sin dudarlo. No te lo tomes en cuenta ni te sientas mal, yo sé de
qué va ese mundo y tú…
— Yo
soy una ignorante que necesita ser rescatada ¿no?
— No,
simplemente no quieres meterte en líos.
Tiro el cigarro a la calle una vez acabado y me levanto de la silla con
cuidado. La herida sigue resintiéndose.
— ¿Te
importaría…venir a casa algún día? —duda— Y damos un paseo.
— No
estaría mal. En cuanto me recupere me pasaré por allí. Si me voy a meter en una
pelea será mejor que esté en mis mejores condiciones —bromeo y sonríe.
Miro por la terraza a la gente pasear, despreocupada. Cada uno con sus
problemas y los consiguen afrontar, plantarles cara; lo que más admiro de la
gente es cómo pueden hacer que nada ha pasado y seguir adelante, por mucho daño
que les hayan hecho o las personas que han caído por el camino. Siento a mi
prima abrazándome por detrás y miro otra vez el móvil —se ha convertido en una
manía desde que se fue—. Suspiro y al guardarlo suena. Observo que es un número
de Los Ángeles por el prefijo.
— ¿Quién
te llama?
— ¿Diga?
—respondo con cautela.
— Llamo
del Silver Medical Centre, ¿es usted…Alice Du’Fromagge?
— ¿Para
qué la buscan? —no puedo caer tan fácil en la trampa.
— Lo
siento, es confidencial. ¿Podría contactar con ella?
— Soy
yo. ¿Ha pasado algo? —el miedo comienza a apoderarse de mi.
— ¿Es
usted familiar de Emily Sullivan?
— Su
hermana, ¿qué ha pasado?
— ¿Le
ha pasado algo a Albert? —me pregunta mi prima sobre mi hermano.
Digo que no con la cabeza. No entiende qué está pasando y, por
desgracia, me temo lo peor.
— Lo
siento mucho, señorita. Su hermana ha…
— No,
no puede ser. Había mejorado y… —no puedo terminar.
La voz se me quiebra y no puedo hablar. Kim me abraza sin saber por qué
de repente me he puesto a llorar.
— ¿Podría
pasarse por el hospital para empezar con el papeleo?
¿Papeleo? Acaban de decírmelo y lo único que piensan es que tengo que
rellenar unos estúpidos informes sobre una niña de seis años que…
— ¿Señorita?
¿Sigue ahí?
— S…sí
—tartamudeo.
— ¿Prefiere
enviar a alguien que lo haga por usted?
— No
—increíblemente recobro la compostura.
Por ahora me espera mucho trabajo y ya tendré tiempo para llorar a mi
hermana pequeña cuando termine. La tristeza y la incredulidad dejan paso a la
responsabilidad y el coraje que me lleva caracterizando toda mi vida. Trago
saliva y me quito a mi prima de encima.
— Yo
me encargaré de todo. En unas horas estaré allí. ¿Lo sabe alguien más?
— No.
¿Quiere que se lo notifique a otra persona también?
— Tampoco.
Si le preguntan no ha hablado conmigo —cuelgo rápidamente el teléfono.
— ¿Te
vas?
— Quítate
Kim —la aparto y marco el número de Frank; después el de Anne…y nada. Ninguno
de los dos existe—. Necesito las llaves del coche —entro en el salón y me
dirijo por primera vez a mi padre.
— ¿Para
qué?
— No
tengo tiempo. Dámelas.
— Pues
responde. ¿Para qué las quieres?
— Hay
una emergencia. Tengo que irme.
— Ya
no tienes que responder a eso, hija —intenta tranquilizarme mi madre—. Todo se
ha acabado.
— No
me hagas pedírtelas de forma oficial —empiezo a perder los nervios.
— Alice,
relájate —me reprende mi tío.
— Dile
para qué las quieres y seguro que te las dará —le respalda mi abuelo.
— Callaos
—les ordeno—. Anthony Sanders, o me da las llaves o le detengo por obstrucción
a la justicia —pongo la placa sobre la mesa y llevo la mano a la empuñadura del
arma.
— Hija…
—dice, decepcionado.
El resto de los presentes nos mira atentos, sin creerse lo que están
presenciando.
— No
me obligues a hacerlo —le advierto y comienzo a sacar poco a poco el revólver.
Me las da y salgo corriendo tras recuperar la placa. Conduzco sin
percatarme del resto hasta casa, donde me apodero de todo el dinero posible y
llego al aeropuerto. Vuelvo a utilizar mis privilegios como agente —o ex
agente— para conseguir un billete de vuelta a Los Ángeles.
No hay comentarios:
Publicar un comentario