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miércoles, 5 de junio de 2013

Cap. 18


Por fin ha llegado el día en que todo el esfuerzo comienza a dar sus frutos. Hoy conoceré al cabecilla de la mafia a la que estoy investigando, Ronald Moore. Ya era hora de avanzar, porque no es que vayamos lentos, directamente estamos estancados.

Alex y yo esperamos en un parque medio abandonado a las afueras, el mismo en el que me intentaron atracar; sigo sin estar segura del planteamiento que hizo Frank sobre el porqué el mendigo, el loco Vince, me llamó poli. Este sitio me pone los pelos de punta y no puedo estar quieta, tengo miedo de que vuelva a ocurrir lo mismo, por muy improbable que sea estando él a mi lado. De todas formas me mantengo alerta mientras esperamos a que lleguen. Nos han citado aquí en unos minutos para recogernos y llevarnos a donde esté el jefe.

    ¿Cómo me vas a presentar?

    Papá, esta es Alice: la chica de la que te hablé.

    No me refería a eso.

    Lo sé —se encoge de hombros y toma aire—. Supongo que como mi…

    No tienes ni idea.

    Más o menos —intenta sonreír, pero se le ve nervioso.

    ¿Qué le has dicho de nosotros?

    Que estamos saliendo no, desde luego. Al menos no con esas palabras —reflexiona.

    Pero lo sabe.

    Lo intuye. Es muy inteligente, y me conoce bien —añade.

    Y tanto…—murmuro.

    ¿Qué decías?

    Aún no me has dicho a qué se dedica —me llevo la mano al bolsillo y pongo el móvil a grabar sin mirarlo.

    Empresario, como el tuyo.

    ¿Qué tipo de empresa?

    ¿A qué tantas preguntas?

    Era para tener un tema de conversación. Así parece que me preocupo su hijo.

    Creerá que eres una cotilla y yo un bocazas por decírtelo. Escúchame —me agarra por los hombros—, cuando estemos, no hables si él no te habla, di lo que quiera oír y sobretodo no hagas preguntas. Es muy importante.

    ¿Y si me pregunta sobre ti?

    Dile que me tienes mucho aprecio, que soy un chico estupendo y tonterías como esa. No entres al trapo y nada de sentimientos.

    Me está dando miedo.

    No lo tengas, si vas conmigo no pasará nada. No es malo, sólo es un tiburón en un mar lleno de truchas —aunque intente autoconvencerse sus ojos siguen reflejando el miedo y los nervios.

    Todo va a salir bien, ya lo…—una furgoneta oscura dobla la esquina de la calle y me agarro a su brazo, tensa.

    Son ellos, tranquila —me separa disimuladamente y observo el vehículo.

Negro con los cristales tintados. Tiene la matrícula falsa, los tornillos aún brillan y tiene una pequeña placa, invisible si no se mira con atención. La he visto alguna vez por mi barrio, sirve para ir por autopista y esquivar las multas: accionas un botón, también escondido, y la placa baja, cambiando un número.

Alex me saca de mis pensamientos dándome un toque en el brazo y habla con el conductor. No puedo oír nada desde aquí, pero al momento le pasa algo ligero y oscuro y él asiente apenado. Vuelve a mí y me pone la venda en los ojos con delicadeza.

    Lo siento, debo hacerlo.

    No te preocupes —finge que me la asegura para aprovechar a darme un beso.

    Recuerda, a partir de ahora…

    Nada de sentimientos, entendido.

    Bien —me da la vuelta—. Yo te guío.

Subimos a la furgoneta y él se encarga de abrocharme. Me concentro en recordar cada detalle, cada olor, cada sonido que pueda almacenar en mi memoria para poder volver, pero resulta imposible pasadas las primeras desviaciones. No voy a poder apuntarlo y seguro que se me olvidará si no lo repito más veces bien o me esfuerzo al máximo reconstruyendo el camino más tarde con ayuda de verdaderos agentes.

Él no me ignora tampoco, a pesar de lo dicho, me roza de vez en cuando la mano o se apoya en mi muslo y cada cierto tiempo me pregunta qué tal estoy. El conductor no habla, lo que puede ser una ayuda para no distraerme más o bien un impedimento para reconocerle a posteriori. Al cabo de lo que me parecen veinte minutos paramos y Alex me baja en brazos.

    No hacía falta —susurro.

    Quería sentirte —me contesta con cuidado—. ¿Se lo puedo quitar ya? —habla en un tono normal.

No oigo coches, así que o estamos en cuidad. Huelo un poco a estiércol y a plantas, pero puesto que la primavera va a comenzar, no me extraña. A través de la venda lo noto más oscuro que antes de subirme, así que estoy en un sitio donde no luce el sol, o por lo menos, no me da directamente. Muevo un poco el pie para sentir mejor el suelo y en caso de que sea tierra oler mejor. Gravilla húmeda.

    Estate quieta —me ordena un hombre con una potente voz y me encojo.

    No ha hecho nada —me defiende Alex.

    Me da igual —gruñe el otro—. No se la quites hasta que yo te lo diga.

    Pero aquí no hay peligro. Además, podría caerse al subir…

    Asegúrate de que no pase —me da un empujón y pierdo el equilibrio un momento—. Anda —me ordena.

    Ten cuidado, Mijail. Te aseguro que como la pase algo tú responderás ante ello.

    No haberla traído. ¿Tú o yo? —continúa tras una pausa—… Como quieras —oigo sus pasos alejándose.

    Sujétate fuerte —lleva mis manos a su cuello y me levanta del suelo como una pluma—. Vamos a subir escaleras, así que no te muevas.

    Puedo andar, estoy perfectamente.

    Prefiero asegurarme —comienza a andar y siento sus músculos tensos a mi alrededor.

Vuelvo a estar atenta y oigo cómo cambia el suelo por piedra, primero parece desgastada y la escalera mármol por el repiqueteo de los zapatos. Me deposita en el suelo y sin añadir nada más continuamos andando por lo que creo que es el interior. Suelos de madera, acompañados por su olor, y cubiertos por alfombra. Se produce ajetreo y varias voces comienzan a sonar, aunque no consigo distinguir ninguna. Nos paramos y Alex habla.

    No es necesario tanto protocolo.

    Es una extraña. Por muchas veces que te la hayas tirado —dice con tono despectivo y puedo imaginarme la mirada que me está dedicando.

    Cállate, Pávlov. Vuelve a comportarte así y haré que salgas de aquí como entraste. Creo que no hace falta dar más detalles ¿no?

    Sí señor. Perdóneme —suena sorprendentemente asustado.

    Señorito, ¿qué tal el viaje? —una voz de mujer, claramente latina, se dirige a nosotros.

    Como siempre, Jazz. Algo menos solitario, pero igual.

    Me alegro. ¿Busca a su padre?

    Venimos a visitarle. ¿Puedes decirle que ya hemos llegado? —parece dirigirse a una madre, pero es imposible que lo sea.

    No hace falta —otra voz más. De un hombre, pero no extranjero como el otro, sino más refinada e igualmente ruda y amenazadora—. Retiraos.

    Padre, ¿puedo…?

    Por supuesto, aquí no tratamos a los invitados así —al momento sus manos rozan mi cuello y suben por mi cabello hasta desatar el nudo y dejar caer la venda. Acomodo los ojos a la luz.

    Padre, está es…

    Déjala que se presente ella. Es toda una mujer.

Ahora puedo verlo mejor. Está en frente mía, al lado de su hijo. Es como Alex de alto, y ha sacado sus ojos, el resto no se parece en completo a él. La edad le ha dejado arrugas en los ojos y en las comisuras de la boca. Me recibe vestido de traje con corbata, que resalta su cuerpo más robusto que fuerte. Aunque los ojos son iguales a los de su hijo, expresan cosas completamente diferentes: en ellos hay ferocidad, en vez de amor; pasión en vez de ternura; codicia en vez de amistad, pero lo que más abunda es ansia de poder en vez de vivir.

    Soy Alice Du’Fromagge, señor.

    Ya veo…—me mira de arriba a abajo— Has elegido bien, Alexander. Te felicito.

    Gracias padre —no puedo creer que haya dicho lo que he oído.

    Estaremos mejor en mi despacho.

Nos guía hasta una habitación aparentemente pequeña. Las paredes están forradas de madera a juego con el escritorio y las sillas al otro lado de éste. Donde él se sienta es una silla de ejecutivo, de respaldo alto y de cuero. Irónicamente hay una bandera del país detrás del escritorio. A la izquierda se sitúa una acogedora chimenea de piedra. En la repisa hay dos velas, una a cada lado, y ninguna fotografía, al contrario de lo usual. En frente, un cuadro que muestra tres soldados romanos ofreciendo sus espadas a un hombre. Es realmente grande, ronda los tres metros de alto y cuatro de ancho, respectivamente. Tiene un falso techo para acogerlo. Siempre me ha encantado el arte, pero nunca he podido disfrutarlo.

    ¿Te gusta? —la voz de Moore me sobresalta.

    Sí, señor —aparto la mirada.

    Es de un compatriota tuyo. Jacques-Louis David. Fue encargado por…

    Luis XIV. Antes de perder Navarra.

    ¿Lo conoces?

    Algo he oído. Me interesé más cuando lo robaron del Louvre. Es muy difícil hacerse un cuadro de tales dimensiones.

    Un verdadero profesional, sin duda…—comenta— ¿Lo viste antes de que desapareciera?

    No lo recuerdo, señor. Mi padre me llevó algunas veces, pero era demasiado pequeña para apreciar algo así.

    Esta es una buena copia; me costó bastante.

    Me lo imagino.

    ¿Sabes lo que significa?

    Rebelión. Levantamiento de armas, leí. En la época fue puesto en duda por esto.

    Muy bien, has hecho los deberes, niña.

    Me interesa mi país, eso es todo.

    Pero esto cuenta una historia romana.

    Contada por un francés —se ríe.

    ¿Sabes lo que cuenta? Si me dices que sí, me impresionarás. Incluso te dejaría estar con mi hijo —algo en su voz me dice que no bromea.

«Piensa, Alice, piensa. Lo has visto antes, lo buscaste en Internet. Algo sobre Roma, un juramento… ¡Eso es!»

    El juramento de los Horacios. Me sé la historia, señor. Aunque bastante resumida.

    ¿Y tú Alexander? ¿La conoces?

    No padre.

    Deberías. Llevas viendo el cuadro tanto tiempo y ni te ha entrado curiosidad. Es odioso, incluso repugnante.

    No sea duro, por favor, señor. A veces ves algo tanto que pasa desapercibido —le mira de reojo y vuelve a centrarse en mí.

    ¿Te importaría contarle la historia, niña?

    Claro señor. Al parecer Roma se enemistó con una región cercana y fueron a la guerra. Para que no hubiesen muertes innecesarias eligieron tres guerreros de cada lugar para luchar y el que sobreviviese ganaría la guerra. Éstos son los elegidos por Roma, los Horacios.

    ¿Nada más?

    No creo que sea necesario, señor.

    Yo sí. ¿O es que sólo te sabes hasta ahí? —tomo aire y continúo.

    Resulta que una de las hermanas de los de Roma estaba casada con uno de los que lucharía en contra de sus hermanos y viceversa. Por lo tanto la tragedia estaba asegurada.

    ¿Y cómo terminó? —se interesa Alex.

    Sólo sobrevivió un Horacio. Las hermanas también murieron —me siento una guía de museo. Moore aún está insatisfecho, sabe que puedo decir más—. En concreto, este cuadro muestra el amor y la tragedia de las mujeres —me pide más, quiere que llegue a este punto— y la lealtad a su padre hasta la muerte.

    Hasta la muerte, hijo. Ellos anteponen su deber a los sentimientos —él agacha la cabeza—. Bien hecho Alice.

    Gracias señor. Pero hay algo que debo añadir, algo personal, más bien.

    Somos todo oídos.

    No me gusta el papel del padre. Por culpa de sus hijos una de sus hijas sufrirá horriblemente.

    ¿Qué debería hacer, según tú? ¿Rendirse?

    No, señor. Declinar su deber a otros guerreros menos implicados emocionalmente.

    Pero una de ellas sufrirá de todos modos.

    Al menos no odiará a su hermano de por vida —le sostengo la mirada ante un atónito Alex.

    ¿Cuántos años tienes?

    Voy a cumplir los diecisiete. Señor.

    Increíble. Una última pregunta y te dejaré ir —asiento para que la formule. La malicia recorre sus ojos—. ¿Qué sientes por mi hijo?

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