Por fin ha llegado el día en
que todo el esfuerzo comienza a dar sus frutos. Hoy conoceré al cabecilla de la
mafia a la que estoy investigando, Ronald Moore. Ya era hora de avanzar, porque
no es que vayamos lentos, directamente estamos estancados.
Alex y yo esperamos en un
parque medio abandonado a las afueras, el mismo en el que me intentaron
atracar; sigo sin estar segura del planteamiento que hizo Frank sobre el porqué
el mendigo, el loco Vince, me llamó poli. Este sitio me pone los pelos de punta
y no puedo estar quieta, tengo miedo de que vuelva a ocurrir lo mismo, por muy
improbable que sea estando él a mi lado. De todas formas me mantengo alerta
mientras esperamos a que lleguen. Nos han citado aquí en unos minutos para
recogernos y llevarnos a donde esté el jefe.
—
¿Cómo me vas a presentar?
—
Papá, esta es Alice: la chica de la que te hablé.
—
No me refería a eso.
—
Lo sé —se encoge de hombros y toma aire—. Supongo que
como mi…
—
No tienes ni idea.
—
Más o menos —intenta sonreír, pero se le ve nervioso.
—
¿Qué le has dicho de nosotros?
—
Que estamos saliendo no, desde luego. Al menos no con
esas palabras —reflexiona.
—
Pero lo sabe.
—
Lo intuye. Es muy inteligente, y me conoce bien —añade.
—
Y tanto…—murmuro.
—
¿Qué decías?
—
Aún no me has dicho a qué se dedica —me llevo la mano
al bolsillo y pongo el móvil a grabar sin mirarlo.
—
Empresario, como el tuyo.
—
¿Qué tipo de empresa?
—
¿A qué tantas preguntas?
—
Era para tener un tema de conversación. Así parece que
me preocupo su hijo.
—
Creerá que eres una cotilla y yo un bocazas por
decírtelo. Escúchame —me agarra por los hombros—, cuando estemos, no hables si
él no te habla, di lo que quiera oír y sobretodo no hagas preguntas. Es muy
importante.
—
¿Y si me pregunta sobre ti?
—
Dile que me tienes mucho aprecio, que soy un chico
estupendo y tonterías como esa. No entres al trapo y nada de sentimientos.
—
Me está dando miedo.
—
No lo tengas, si vas conmigo no pasará nada. No es
malo, sólo es un tiburón en un mar lleno de truchas —aunque intente
autoconvencerse sus ojos siguen reflejando el miedo y los nervios.
—
Todo va a salir bien, ya lo…—una furgoneta oscura dobla
la esquina de la calle y me agarro a su brazo, tensa.
—
Son ellos, tranquila —me separa disimuladamente y
observo el vehículo.
Negro con los cristales
tintados. Tiene la matrícula falsa, los tornillos aún brillan y tiene una
pequeña placa, invisible si no se mira con atención. La he visto alguna vez por
mi barrio, sirve para ir por autopista y esquivar las multas: accionas un
botón, también escondido, y la placa baja, cambiando un número.
Alex me saca de mis
pensamientos dándome un toque en el brazo y habla con el conductor. No puedo
oír nada desde aquí, pero al momento le pasa algo ligero y oscuro y él asiente
apenado. Vuelve a mí y me pone la venda en los ojos con delicadeza.
—
Lo siento, debo hacerlo.
—
No te preocupes —finge que me la asegura para
aprovechar a darme un beso.
—
Recuerda, a partir de ahora…
—
Nada de sentimientos, entendido.
—
Bien —me da la vuelta—. Yo te guío.
Subimos a la furgoneta y él se
encarga de abrocharme. Me concentro en recordar cada detalle, cada olor, cada
sonido que pueda almacenar en mi memoria para poder volver, pero resulta
imposible pasadas las primeras desviaciones. No voy a poder apuntarlo y seguro
que se me olvidará si no lo repito más veces bien o me esfuerzo al máximo
reconstruyendo el camino más tarde con ayuda de verdaderos agentes.
Él no me ignora tampoco, a
pesar de lo dicho, me roza de vez en cuando la mano o se apoya en mi muslo y
cada cierto tiempo me pregunta qué tal estoy. El conductor no habla, lo que
puede ser una ayuda para no distraerme más o bien un impedimento para
reconocerle a posteriori. Al cabo de lo que me parecen veinte minutos paramos y
Alex me baja en brazos.
—
No hacía falta —susurro.
—
Quería sentirte —me contesta con cuidado—. ¿Se lo puedo
quitar ya? —habla en un tono normal.
No oigo coches, así que o
estamos en cuidad. Huelo un poco a estiércol y a plantas, pero puesto que la
primavera va a comenzar, no me extraña. A través de la venda lo noto más oscuro
que antes de subirme, así que estoy en un sitio donde no luce el sol, o por lo
menos, no me da directamente. Muevo un poco el pie para sentir mejor el suelo y
en caso de que sea tierra oler mejor. Gravilla húmeda.
—
Estate quieta —me ordena un hombre con una potente voz
y me encojo.
—
No ha hecho nada —me defiende Alex.
—
Me da igual —gruñe el otro—. No se la quites hasta que
yo te lo diga.
—
Pero aquí no hay peligro. Además, podría caerse al
subir…
—
Asegúrate de que no pase —me da un empujón y pierdo el
equilibrio un momento—. Anda —me ordena.
—
Ten cuidado, Mijail. Te aseguro que como la pase algo
tú responderás ante ello.
—
No haberla traído. ¿Tú o yo? —continúa tras una pausa—…
Como quieras —oigo sus pasos alejándose.
—
Sujétate fuerte —lleva mis manos a su cuello y me
levanta del suelo como una pluma—. Vamos a subir escaleras, así que no te
muevas.
—
Puedo andar, estoy perfectamente.
—
Prefiero asegurarme —comienza a andar y siento sus
músculos tensos a mi alrededor.
Vuelvo a estar atenta y oigo
cómo cambia el suelo por piedra, primero parece desgastada y la escalera mármol
por el repiqueteo de los zapatos. Me deposita en el suelo y sin añadir nada más
continuamos andando por lo que creo que es el interior. Suelos de madera,
acompañados por su olor, y cubiertos por alfombra. Se produce ajetreo y varias
voces comienzan a sonar, aunque no consigo distinguir ninguna. Nos paramos y
Alex habla.
—
No es necesario tanto protocolo.
—
Es una extraña. Por muchas veces que te la hayas tirado
—dice con tono despectivo y puedo imaginarme la mirada que me está dedicando.
—
Cállate, Pávlov. Vuelve a comportarte así y haré que
salgas de aquí como entraste. Creo que no hace falta dar más detalles ¿no?
—
Sí señor. Perdóneme —suena sorprendentemente asustado.
—
Señorito, ¿qué tal el viaje? —una voz de mujer,
claramente latina, se dirige a nosotros.
—
Como siempre, Jazz. Algo menos solitario, pero igual.
—
Me alegro. ¿Busca a su padre?
—
Venimos a visitarle. ¿Puedes decirle que ya hemos
llegado? —parece dirigirse a una madre, pero es imposible que lo sea.
—
No hace falta —otra voz más. De un hombre, pero no
extranjero como el otro, sino más refinada e igualmente ruda y amenazadora—.
Retiraos.
—
Padre, ¿puedo…?
—
Por supuesto, aquí no tratamos a los invitados así —al
momento sus manos rozan mi cuello y suben por mi cabello hasta desatar el nudo
y dejar caer la venda. Acomodo los ojos a la luz.
—
Padre, está es…
—
Déjala que se presente ella. Es toda una mujer.
Ahora puedo verlo mejor. Está
en frente mía, al lado de su hijo. Es como Alex de alto, y ha sacado sus ojos,
el resto no se parece en completo a él. La edad le ha dejado arrugas en los
ojos y en las comisuras de la boca. Me recibe vestido de traje con corbata, que
resalta su cuerpo más robusto que fuerte. Aunque los ojos son iguales a los de
su hijo, expresan cosas completamente diferentes: en ellos hay ferocidad, en
vez de amor; pasión en vez de ternura; codicia en vez de amistad, pero lo que más
abunda es ansia de poder en vez de vivir.
—
Soy Alice Du’Fromagge, señor.
—
Ya veo…—me mira de arriba a abajo— Has elegido bien,
Alexander. Te felicito.
—
Gracias padre —no puedo creer que haya dicho lo que he
oído.
—
Estaremos mejor en mi despacho.
Nos guía hasta una habitación
aparentemente pequeña. Las paredes están forradas de madera a juego con el
escritorio y las sillas al otro lado de éste. Donde él se sienta es una silla
de ejecutivo, de respaldo alto y de cuero. Irónicamente hay una bandera del
país detrás del escritorio. A la izquierda se sitúa una acogedora chimenea de
piedra. En la repisa hay dos velas, una a cada lado, y ninguna fotografía, al
contrario de lo usual. En frente, un cuadro que muestra tres soldados romanos
ofreciendo sus espadas a un hombre. Es realmente grande, ronda los tres metros
de alto y cuatro de ancho, respectivamente. Tiene un falso techo para acogerlo.
Siempre me ha encantado el arte, pero nunca he podido disfrutarlo.
—
¿Te gusta? —la voz de Moore me sobresalta.
—
Sí, señor —aparto la mirada.
—
Es de un compatriota tuyo. Jacques-Louis David. Fue encargado por…
—
Luis XIV. Antes
de perder Navarra.
—
¿Lo conoces?
—
Algo he oído.
Me interesé más cuando lo robaron del Louvre. Es muy difícil hacerse un cuadro
de tales dimensiones.
—
Un verdadero
profesional, sin duda…—comenta— ¿Lo viste antes de que desapareciera?
—
No lo recuerdo, señor. Mi padre me llevó algunas veces,
pero era demasiado pequeña para apreciar algo así.
—
Esta es una buena copia; me costó bastante.
—
Me lo imagino.
—
¿Sabes lo que significa?
—
Rebelión. Levantamiento de armas, leí. En la época fue
puesto en duda por esto.
—
Muy bien, has hecho los deberes, niña.
—
Me interesa mi país, eso es todo.
—
Pero esto cuenta una historia romana.
—
Contada por un francés —se ríe.
—
¿Sabes lo que cuenta? Si me dices que sí, me
impresionarás. Incluso te dejaría estar con mi hijo —algo en su voz me dice que
no bromea.
«Piensa, Alice, piensa. Lo has
visto antes, lo buscaste en Internet. Algo sobre Roma, un juramento… ¡Eso es!»
—
El juramento de los Horacios. Me sé la historia, señor.
Aunque bastante resumida.
—
¿Y tú Alexander? ¿La conoces?
—
No padre.
—
Deberías. Llevas viendo el cuadro tanto tiempo y ni te
ha entrado curiosidad. Es odioso, incluso repugnante.
—
No sea duro, por favor, señor. A veces ves algo tanto
que pasa desapercibido —le mira de reojo y vuelve a centrarse en mí.
—
¿Te importaría contarle la historia, niña?
—
Claro señor. Al parecer Roma se enemistó con una región
cercana y fueron a la guerra. Para que no hubiesen muertes innecesarias
eligieron tres guerreros de cada lugar para luchar y el que sobreviviese
ganaría la guerra. Éstos son los elegidos por Roma, los Horacios.
—
¿Nada más?
—
No creo que sea necesario, señor.
—
Yo sí. ¿O es que sólo te sabes hasta ahí? —tomo aire y
continúo.
—
Resulta que una de las hermanas de los de Roma estaba
casada con uno de los que lucharía en contra de sus hermanos y viceversa. Por
lo tanto la tragedia estaba asegurada.
—
¿Y cómo terminó? —se interesa Alex.
—
Sólo sobrevivió un Horacio. Las hermanas también
murieron —me siento una guía de museo. Moore aún está insatisfecho, sabe que
puedo decir más—. En concreto, este cuadro muestra el amor y la tragedia de las
mujeres —me pide más, quiere que llegue a este punto— y la lealtad a su padre
hasta la muerte.
—
Hasta la muerte, hijo. Ellos anteponen su deber a los
sentimientos —él agacha la cabeza—. Bien hecho Alice.
—
Gracias señor. Pero hay algo que debo añadir, algo
personal, más bien.
—
Somos todo oídos.
—
No me gusta el papel del padre. Por culpa de sus hijos
una de sus hijas sufrirá horriblemente.
—
¿Qué debería hacer, según tú? ¿Rendirse?
—
No, señor. Declinar su deber a otros guerreros menos
implicados emocionalmente.
—
Pero una de ellas sufrirá de todos modos.
—
Al menos no odiará a su hermano de por vida —le
sostengo la mirada ante un atónito Alex.
—
¿Cuántos años tienes?
—
Voy a cumplir los diecisiete. Señor.
—
Increíble. Una última pregunta y te dejaré ir —asiento
para que la formule. La malicia recorre sus ojos—. ¿Qué sientes por mi hijo?
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